Diario de Ibiza

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Andrés Ferrer Taberner

A pie de isla

Andrés Ferrer Taberner

A toda vela

«Los barcos de vela memorizan mejor que nadie los perfiles de la costa ibicenca. Imposible encontrar mejor retratista ni geógrafo suyo.»

Los barcos de vela memorizan mejor que nadie los perfiles de la costa ibicenca. Y además con sus respectivos nombres, eso por descontado. Imposible encontrar ni mejor retratista ni geógrafo suyo. ¿Materia inanimada que piensa?, se cuestionará escéptico el lector (un buen lector siempre debe colocar sus pupilas en guardia armándolas con el signo de interrogación) si duda de que tales embarcaciones estén dotadas de vida. Que pregunte a sus patrones, ellos darán respuesta incluso estando sobrios de mar. Le contarán, más con la mirada que con palabras, que en lo más profundo de los cascos de sus barcos late el corazón de una criatura marina que goza de inteligencia. O que interrogue a las sirenas de es Vedrà, que suspiran de simpatía al ver la figura de estos veleros marchar navegando sobre las aguas a zancada de brisa frente a ellas, tumbadas al sol sobre los arrecifes aguardando al Ulises de turno.

Decía yo que nadie como los barcos de vela para conocerse al dedillo el litoral ibicenco. Bueno, ellos y… mi kayak, faltaría más, que al igual que estos surca el mar sin herirlo. Y también como ellos, susurra al tiempo que navega, aunque con ecos de remo, claro, una voz más antigua si cabe. Aun sin venir a cuento, con los ojos cerrados y él solito, no cesa con su estela de acuarelas de dibujar en las olas las siluetas del Cap Nonó, del islote de Tagomago o del relieve isleño que se le antoje. Si pudiéramos, ¿acaso no dibujaríamos en el aire los contornos de nuestros sueños por testimoniar su existencia y que no nos tachen de locos?

Nadie más consciente de la insularidad de Ibiza que un navío de vela al dar fe, mientras navega sin frenesí alguno, que solo el mar la abraza por los cuatro costados. La cartografía de la mayor de las Pitiusas parece tatuarla el viento en el velamen a cada ráfaga. Es a los ojos de cada uno de estos barcos donde Ibiza es más isla que nunca; ni en un mapa alcanzaría a serlo más. Y ni siquiera si fuera ella la mismísima isla de una novela de piratas y hubiera allí un tesoro.

Por eso, si se viaja a Ibiza por primera vez recomiendo cubrir el trayecto a bordo de un velero, aunque en su defecto cualquier barco siempre mejor que desde un avión, por supuesto. La extrema velocidad de las aeronaves, que todo lo funde menos al típico compañero molesto de asiento que suele tocarnos en suerte, no da tiempo a interiorizar el lugar de destino con la imaginación, la mejor agencia de viajes que existe. En el mar, en cambio, el reloj es pausado por las olas, esos letárgicos péndulos de agua a la deriva que Cronos situó en los océanos para amortiguarnos el vertiginoso transcurrir del tiempo.

Las islas de la categoría de Ibiza salen a escena en el horizonte cada día para ser disfrutadas desde el mar, su platea natural por excelencia, mejor que para ser contempladas a vista de nubes. Desde un avión, es como ver un documental a trozos y a velocidad de cine mudo, no te enteras de nada. Y eso, aun tocándote ventanilla.

Sin embargo, desde un barco el espectáculo es sublime, ya sea con puesta de sol, en el amanecer o a hora anodina, o sea la mayor parte del día, en la que ningún astro monta su numerito acrobático de luces.

Estamos en cubierta y de pronto, en el horizonte, tras la veladura de los vahos que exhala la bruma, parece distinguirse una forma de tono distinto que, al poco, quiere ser silueta difusa de montañas. Es el primer atisbo visual de la isla sobre la planicie del mar, apenas poco más que un espejismo al principio.

Olas después, el espejismo desvanece su halo y va adquiriendo la corporeidad de un relieve en el que tierra y los acantilados dejan entrever sus colores. Todo sucede a velocidad de barco; la isla de Ibiza nace ante nuestros ojos encarnándose lenta y progresivamente. A partir de ahí, y a medida que nos aproximamos, irá adoptando todo su esplendor en esa atmosfera cromática y lumínica tan propia de la isla y que tanto cautivó a Josep Pla, maestro de no pocos escritores.

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