Diario de Ibiza

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Pilar Ruiz Costa

Una ibicenca fuera de Ibiza

Pilar Ruiz Costa

Una señora con pijama

En todos los edificios en que he vivido había una señora con pijama. Por supuesto, me refiero a un pijama grueso, de franela o rizo. No a uno de esos de raso con ribete y antifaz a juego que solo viven en las comedias románticas. La señora a veces solo viene con el pijama de serie, pero también hay en esto, como en todo, muchos extras: Están los calcetines de lana bien subidos calzando el bajo del pantalón; la bata cuyo único requisito es ser discordante en estampado y material y ya, en su versión prémium, incluye un delantal. Un delantal por encima de la bata que va por encima del pijama que calzan unos calcetines.

También yo una vez llevé pijama, pero como soy una persona a la par íntegra y de mundo, lo hice en Nueva York. Hará como veinte años cuando ocupaba la casa de un buen amigo y una noche, a las tantas, me sorprendió algo que aquí todavía no veía: los colmados abiertos 24 horas, con sus cajas de frutas a la entrada. «¿Pero quién sale a comprar fruta de madrugada?» Pregunté con toda mi ignorancia y mi amigo respondió: «Los neoyorquinos de verdad» para justo después invitarme a hacerlo. No iba yo a ser una neoyorquina solo a medias, así que le pedí un momento para vestirme y me gritó. «¡No! ¡Los neoyorquinos compran en pijama!». Así que con pijama y pantuflas, y sobre todo, con mucha vergüenza, nos fuimos de madrugada a comprar un par de mangos.

Pero salvo aquel incidente aislado y en el extranjero, nunca nunca he sido muy amiga de pijamas ni de ninguna otra prenda sin más virtud conocida que la de la comodidad. ¡Yo, que ni el oftalmólogo me conoce sin rímel y que jamás se dio el caso de que vistiera unas bragas desconjuntadas! Sucedió entonces que llegó la pandemia, ¿recuerdan? Y el confinamiento. Y ‘el total para qué’, y empecé a vestir en casa aquellas mallas y sudaderas que antes escondía la bolsa del gimnasio. Y aunque el confinamiento acabó, no mi declive, porque en una visita de mi hija, un día de tiendas insistió en regalarme un pijama, ¡un pijama! Que además pretendía que fuera rosa de peluche. ¡No, no y no! Pero en el forcejeo solo conseguí que en vez de rosa, fuera uno estampado en estrellas «porque era el menos de señora mayor». Y también le advertí que no creía que fuera a ponérmelo ni una vez. Sucedió entonces que un día hizo frío ¡y caí! Y como habrán adivinado, el pijama me abdujo. ¡Qué suavidad! ¡Qué confort!

Y una cosa llevó a la otra en esta decadencia, y a espaldas de mi hija, me compré otro igual pero de cuadros escoceses, que era claramente el segundo menos de señora mayor. Y con lo fácil que es caer en las drogas, antes de que quisiera darme cuenta, ya abría al portero de esta guisa cada vez que venía a cualquier recado. Y al del pad thai. Y a la cartera que me trae tantos certificados que se sabe de memoria mi DNI. Por eso, el día que me la crucé por la calle y la saludé y no me respondió, me extrañó. Con lo simpática que es siempre… Hasta que caí en que no me había reconocido, hago hincapié: ¡vestida de persona! Y me fui de vuelta a casa decidida a hablar con el pijama de que lo nuestro tenía que acabar cuando el portero algo alborotado me informó de que se mudaba al piso de abajo una famosa de esas sin oficio conocido —influencer las llaman ahora, pero esta era famosa antes incluso de que existiera Instagram—. «Por si veía equipos de televisión», me advertía el portero, porque lo convertían en un plató para grabar una especie de reality de moda. «Qué bien. Lo que sea si se va a llenar el edificio de modelos guapos». Contesté por fuera, mientras por dentro pensaba que los puñeteros pijamas se iban ya a un contenedor, pero… al día siguiente, hizo mucho frío.

Desde la ventana de mi

cocina se ve la suya reconvertida en vestidor. Se ven las burras repletas de ropa en perchas en el lugar exacto en que ella verá mis sartenes. También desde la ventana de mi baño se ve el suyo con la luz encendida y les he prometido a mis amigo que un día grabo, para que usen de politono, el sonido de su cisterna. ¡Pero ignoremos a la famosa glamurosa por un rato y volvamos a esta desconocida venida a menos! Hola, me llamo Pilar y soy adicta. Tengo un pijama, bueno, dos. Y todos los aquí presentes sabemos lo que vendrá a continuación. ¿Que denegaré la entrada a mi hija antes de que se plante con un delantal? Sí. Por supuesto. Pero me estoy refiriendo a ‘lo otro’: Un día, no muy lejano, lo haré. Cruzaré el último límite que me queda de dignidad y abandonaré los confines de la república independiente de mi casa para salir en pijama al mundo exterior. Y cuando lo haga, bajando una bolsa de basura o subiendo una de mangos, será exactamente el día en que, por fin, me cruzaré con Kortajarena en el mínimo e íntimo espacio de un ascensor. Y en ese que será, probablemente, el viaje más largo de mi vida, mientras yo solo piense en morirme, sabemos, todos sabemos que él estará pensando: «Qué curioso. En todos los edificios vive una señora con pijama».

@otropostdata

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