Diario de Ibiza

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Andrés Ferrer Taberner

A pie de isla

Andrés Ferrer Taberner

Escondidos en Ibiza

«¿Qué ciudad en su sano juicio puede soportar que su normal

rutina diaria se vea interrumpida casi tres semanas? »

Supongamos que desde la costa de Sant Antoni de una noche cerrada cualquiera, se vieran hacia el noroeste unos inquietantes resplandores intermitentes tiñendo el mar con los colores del fin de mundo. ¿Serían acaso los primeros relámpagos de la madre de todas las DANAS? No, qué va. De DANA, nada. Mucho más sencillo que todo eso: Valencia en Fallas, o sea.

Hete aquí ya, avanzado marzo, a dicha capital en plena ‘guerra civil’ pirotécnica. En Valencia, la ciudad de las tracas perpetuas, siempre hay un petardo de guardia al acecho de un paseante desprevenido a quien cortarle la digestión de un susto. Si las molestias solo fueran cuestión de pólvora, las Fallas aún tendrían un pase. Pero no, parece que tal cosa no es suficiente padecimiento bíblico, ya que a los decibelios de las tracas y los cohetes se suman en Fallas otros aún peores si cabe, los de los botellones, las verbenas de los casales y otros fenómenos de estrépito insoportable que compiten entre sí en perforar el mayor número posible de tímpanos ajenos, en especial los de las buenas gentes que intentan dormir a las horas que toca.

A la altura de este renglón ya habrá pillado el avispado lector que, pese a ser valenciano, muy fallero precisamente no soy. Si bien espero que no todo el mundo piense que la valencianía en cuestión se mide por la cantidad de pólvora que corre por las venas. Las mías, desde luego, no dan ni para una triste bengalita de cumpleaños.

Mi posicionamiento no significa que aborrezca dichas fiestas. Al contrario, reconozco −¿y quién no lo haría?− que son de las más originales y vistosas del mundo. Otro cantar es su deriva de los últimos años, gobierne quien gobierne Valencia.

Las Fallas se han descontrolado tanto que se exceden, eso ocurre. Desbordan el calendario (antes abarcaban menos días), apropiándose a su vez de más y más superficie del espacio público, como aquí con los beach clubs. Las carpas de los casales, por ejemplo, han invadido las calles a sus anchas, constituyendo su última conquista territorial.

¿Qué ciudad en su sano juicio puede soportar que su normal rutina diaria se vea interrumpida casi tres semanas? Las Fallas, tal como se desarrollan en la actualidad, infartan el corazón de la ciudad, erosionan la convivencia y quebrantan gravemente la libre circulación de las personas dentro del espacio público, uno de los derechos más básicos y antiguos desde que el hombre empezó a legislar sobre la tierra.

En consecuencia, pues, a mi modo de ver caben solo tres tipos posibles de valencianos ante estas famosas fiestas. Los que las gozan, los que las sufren y los que se ‘exilian’. Yo, con dispensa de San José, me hallo entre estos últimos. ¿Y en qué fecha exacta conviene huir? Justo cuando el humo de las incontables churrerías que asuelan la ciudad, huérfana de alguaciles y de ley, se condensa y llueve aceite de fritanga sobre la cabeza de cualquiera que ose salir a la calle.

En mi cuaderno interior de ‘exiliado’ de las Fallas le debo muchas páginas a Ibiza, isla en la que me retiro y me escondo haciéndome un ovillo de soledades. Al menos durante el disparatado tiempo que mi ciudad, trasmutada en falla gigante con corona de fuegos artificiales, enloquece, trona y grita aplastando el más mínimo brote de silencio. Aun cuando entrada la noche, la luna reclama sosiego a todas las criaturas.

Claro está que yo soy de esos bichos raros que hallan en la soledad el disfrute de los placeres que no requieren de masas humanas para practicarlos. Me declaro en rebeldía a los ruidos y gritos innecesarios, un contumaz insumiso a las Fallas, me temo. Acaso también me excedo y acabo por inyectarme sobredosis de clausura para ponerle rostro a mis propias contradicciones, una galería de inconfesables retratos al verme por fin a solas ante el espejo.

Desde mi guarida en Ibiza sé que también hay otros valencianos cerca escondidos de las Fallas, o de otras cosas, no importa. Los oigo respirar en sus rincones, aprendidos de los escondrijos de las lagartijas pitiusas, sabias en saber ocultarse de todo menos del mar. Un mar este, el ibicenco, que me acoge y me salva de mareas humanas que, en estos precisos momentos, deben de andar desfilando al compás de los tambores de traca.

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