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Jero Díaz Galán

Rosita

«De lo sumamente injusto y desvergonzado que continúa siendo

el machismo también a la hora de envejecer»

Tengo 56 años y hace tiempo que empecé a ser invisible físicamente, algo que no me molesta en absoluto, más bien al contrario, me alivia y me libera. Por fin puedo pasar por delante de un grupo de hombres sin sentirme intimidada y acosada ante el temor de que me recuerden que existen los melones o las peras, algo muy habitual en mi juventud por usar una talla de sujetador superior a la media.

A pesar de mi liberación, reconozco, no obstante, lo sumamente injusto y desvergonzado que continúa siendo el machismo también a la hora de envejecer. Ellos siempre son ‘maduritos interesantes’, ‘fofisanos’ o tienen una barriga a la que llaman cariñosamente ‘curvita de la felicidad’, mientras que a nosotras, llegadas a una edad, ya no se nos puede ‘hincar el diente’ aunque quien lo piense o lo diga tenga dentadura postiza y a lo mejor necesite de una pastillita azul para alegrarse.

El machismo es tan degenerado y soez que para la mujer madura deseable sexualmente, según los cánones establecidos, ha acuñado un término que no puede ser más peyorativo y denigrante, el de MILF, popularizado por la industria del porno y cuyas siglas responden a la expresión inglesa ‘mother i’d like to fuck’.

Sin embargo, en esa confluencia entre el machismo y el edadismo al que me lleva mi condición de ser mujer y mi edad , considero especialmente injusto empezar ya a ser invisible también en todos los sentidos.

Ahora, que es cuando tengo la cabeza mejor amueblada y templanza en el alma, mientras que la curiosidad y las continuas ganas de aprender siguen manteniendo mi espíritu y mi mente joven, empiezo a percibir que mi criterio y mi opinión apenas vale tanto como nada.

Llevo más de 30 años de profesión y creo que tengo bastante más criterio periodístico que muchos de los hombres que me rodean; también he leído muchísimos más libros que ellos, pero mi visión suele ser ignorada. Además, si reivindico mi sitio, me arriesgo a ser tachada de inmediato de conflictiva o engreída, algo que nunca ocurre con algunos que destilan tanta soberbia como ignorancia.

Es verdad que tengo un grupo de compañeros y amigos que me llaman desde hace años matricarca -matri, cariñosamente- porque consideran que soy una medio institución en esto del periodismo y valoran mi experiencia. Sin embargo, fuera de este grupo, siempre sale algún que otro que solo se queda, y me lo hace saber, con la acepción de mayor que también puede tener este sustantivo.

He criado a dos hijas que ya están o han pasado por la universidad, he vivido, he viajado, he visto miles de películas y escuchado millones de canciones, pero nada me avala porque soy una mujer que ya empieza a ser mayor y cuyos gustos no son fiables en este mundo en el que cumplir años te resta valor.

Reconozco que esto me ocurre incluso con mis amigos, a los que yo suelo hacer caso en sus recomendaciones de series, libros, música o cine, pero apenas soy correspondida a la inversa porque ellos siempre tienen alguna referencia masculina y de menor edad que consideran más entendida y de fiar.

Dado los estereotipos que existen en torno a las mujeres maduras, curiosamente soy muy tenida en cuenta cuando recomiendo algún producto gastronómico, una carnicería, pescadería o frutería, a pesar de que yo solo guiso lo imprescindible porque quien cocina en casa desde siempre es mi marido y es él quien también suele encargarse de las compras.

Llevo miles de revoluciones tecnológicas a mis espaldas, pero enfrentarme a algo nuevo en este ámbito suele asustarme desde siempre. Ahora mis dificultades son más evidentes ante personas jóvenes cuyo pensamiento es, a diferencia del mío, más digital que analógico. Aún así, me esfuerzo y, aunque a veces cuesta, prefiero disimular para no verme en la obligación en muchos casos de aclarar que soy mayor pero no tonta.

Si dijera que todo esto no me crea una cierta amargura, estaría mintiendo. Es más, muchas veces, cuando el ninguneo es más patente, en mi leal e infinito amor a Lorca, siempre me acuerdo de su ‘Doña Rosita la soltera’ y siento el mismo menosprecio que ella sentía y que seguirán sintiendo muchas mujeres que siempre tendrán los ojos jóvenes aunque vayan cumpliendo años.

Hay veces que me siento cansada, «quiero huir, quiero no ver, quiero quedarme serena, vacía», como Rosita; otras veces simplemente me digo: vosotros os lo perdéis, y en ocasiones, cada vez en más ocasiones, viene a mi mente y a mi boca el título del primer álbum en directo de Extremoduro y mando a todos a tomar viento pero en su versión más grosera.

Jero Díaz Galán | Periodista

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