Diario de Ibiza

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Isabel Olmos

Antes de la guerra

En las últimas escenas de la película, un Jeremy Irons envejecido y cansado pero sonriente aterriza en Londres entre los truenos de una tormenta en ciernes, y una multitud apasionada le rodea con pancartas y vítores para agradecerle que, en el gris otoño de 1938, hubiera evitado una nueva guerra con Alemania. Él sonríe complacido y habla de paz esgrimiendo un papel recién firmado. Y es que, durante la hora y media de antes, su personaje, el primer ministro británico Neville Chamberlain ha intentado en Munich frenar las pretensiones alemanas con los Sudetes en un encuentro a tres bandas con Adolf Hitler y Benito Mussolini. Como todo el mundo sabe a tenor del desastre mundial que se desencadenó a partir de septiembre de 1939, el acuerdo no sirvió en absoluto para evitar la guerra sino más bien lo que permitió fue dar tiempo al Reino Unido a rearmarse. O al menos este es el mensaje del film que muchos historiadores estoy convencida de que cuestionarán. A ellos les dejo la interpretación histórica de la cuestión.

En cualquier caso, a lo que iba, la película ‘Munich en vísperas de una guerra’ (que se puede ver en Netflix y que recomiendo en estos tiempos prebélicos), aún siempre dentro de la ficción ofrece una mirada interesante sobre el miedo que sentía la sociedad británica y el que siente cualquier sociedad ante la palabra guerra, sobre todo si en la memoria todavía permanece reciente una de estas catastróficas experiencias. Sacos de arena apilados en calles y edificios, familias ultimando su marcha a zonas más seguras del interior donde les esperan parientes de campo y hasta zepelines surcando, inmensos, el cielo londinense. La tensión, el miedo y, sobre todo, el recuerdo de lo sufrido dos décadas antes impregna la atmósfera de esta metrópolis siempre en movimiento.

Recordaba algunos instantes de la película al saber que el gobierno británico había pedido a sus ciudadanos en Ucrania que abandonaran ya el país ante la amenaza de una invasión rusa en ciernes. Horas antes lo había solicitado también a los suyos el presidente norteamericano, Joe Biden. Dos semanas. Dos semanas han durado las intensas labores diplomáticas de varios países para intentar frenar lo que a todas luces parece imparable por muchos motivos, todos puramente económicos pero disfrazados de ideológicos. Dos semanas de movimientos fronterizos y envío de tropas, encuentros entre socios afines, desmentidos, mesas kilométricas, insultos a través de la prensa.... ¿Y todo para qué? Para que al final a una se le quede la sensación, como a muchos ciudadanos, de que el tiempo invertido por algunos en ‘buscar la paz’ es el tiempo que aprovechan otros para prepararse para la guerra. Una guerra en Europa de nuevo, con medio mundo metido, y tras haber vivido dos largos años de una pandemia brutal.

Pues qué quieren que les diga: hasta para una optimista vocacional como yo la cosa se le está poniendo complicada. Ya me cuesta encontrar motivos para no perder la confianza. Más bien al contrario. Como dijo Groucho Marx: «La humanidad, partiendo de la nada y con su solo esfuerzo, ha llegado a alcanzar las más altas cotas de miseria». Pero no se levanten. Todavía habrá más. Seguro.

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