Opinión | A pie de isla

El faro de es Botafoc

Hay faros especiales como el de es Botafoc cuyas linternas parecen resplandecer con luz propia, sin necesidad de maquinarias nacidas de ingeniero versado en ingenios lumínicos para guía de los transeúntes de la mar. (Menos para los embarcados en hidropedales; a esos, que les apañen sus móviles si les cae la noche).

La luz de estos faros de raza, los de piedra en pecho, brota desde muy dentro escaleras abajo, de la médula misma de sus cimientos, acaso también de leño como las raíces de los árboles monumentales. ¿Quién puede negar que estas altas torres sean asimismo seres vivos, si por sus poros respira el mar?

Luz la suya de resplandor ilimitado, cabalgadora incansable sobre horizontes marinos desvanecidos en bruma. Aunque no más meritoria que la de las humildes luciérnagas, encantadoras de los últimos niños analógicos que restan en alguna bendita parte. Tienen estas en proporción más alcance lumínico que el de los propios faros, dicho sea de paso, para demostrar que en esta vida todo depende de las escalas.

Y al igual que la de las estrellas, la de los faros es pura luz insurrecta alzada contra esa ansiosa negrura que todo lo engulle, sea en el mar de las noches cerradas, en el Universo fallido de dioses o en nuestra salita de estar… solo. O en nuestro interior, tan a menudo a oscuras también, a pesar de tanta pantallita digital inútil frente a nuestros ojos huérfanos de libros.

Los faros, y el de es Botafoc el primero, se expresan en un lenguaje universal de luces polisílabas que destellan sin límite. Por definición, un faro no es sino una anti torre de Babel que envía su señal en un solo idioma entendido por todas las razas de cualesquiera de las tierras bañadas por los cinco océanos y los sesenta mares del planeta. No hay morse alguno en la luz de un faro (al menos en el pasado); únicamente la sencillez del lucero que guía con solo brillar.

Por otra parte, es curioso que todos los oficios asociados a las torres han ido desapareciendo, si bien estas resisten el paso de los años. Al igual que se esfumó la figura del centinela apostado tras las almenas de los torreones medievales, desaparecen ahora los campaneros y los fareros. No hay más torrero a día de hoy en el faro de es Botafoc que alguna que otra gaviota posada en la barandilla que remata la construcción.

Generalmente, el mar les tiene ganas a estas entrañables torres de señales luminosas. Son como puestos adelantados de colonización en territorio aborigen. Frente a un faro siempre hay un permanente complot de olas que sueñan derribarlo con hachazos de espuma rabiosa. Esta inquina no difiere apenas de la que les profesan los rayos a los árboles que ganan altura. La verticalidad ascendente de los mejores sueños hechos realidad siempre se ha granjeado jaurías en contra.

Sin embargo, el faro de es Botafoc es una excepción. Acostumbra a ganarse la mansedumbre del mar. Y no solo de las aguas marinas y de sus muchas cosas que flotan poniendo negro sobre azul nuestros excesos contra el sufrido Mediterráneo, sino de los propios ibicencos que hasta el pie de la torre alargan sus paseos al atardecer, sea en bici, andando o en patinete supersónico. Este faro, construido en 1861 y próximo a la bocana del puerto de Ibiza, ha sido siempre su gran confidente. Quizá porque su escasa talla, es el de menor altura de las Pitiusas, le ha hecho parecer más asequible. Y como quien nos escucha nos indulta, que dijera Luis Rosales en un memorable verso, allí gustan aliviar sus angustias un rato los isleños y sus asociados, los residentes y los visitantes ocasionales. O simplemente contemplan el mar con el típico plástico de súper a la deriva entrometiéndose inoportunamente en el encuadre del selfi final con el que sellan la visita.

Cierto que no es precisamente el de es Botafoc el faro del fin del mundo, ya que no contiene épica ni apenas monumentalidad, pero sí que es el faro del comienzo de Ibiza cuando viajamos a ella en barco, una de las letras capitulares con las que principia la narración de nuestra estancia en la isla. Letra capitular hecha de piedra, luz y estelas de navíos que regresan a puerto. Es verlo a estribor y sentirse por vez primera en la Pitiusa mayor. Y no importa cuántas veces hayamos repetido esta experiencia, siempre nos sabrá a nueva. Nunca hay que dar Ibiza por viajada. Si lo hacemos, la isla nos expulsará a patadas de ball pagès y el faro de es Botafoc nos negará su luz. Nos convertiríamos en barcos ciegos a la deriva. O sea, turistas.

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents