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Juan Cruz

Patrulla de infalibles

Una patrulla de sabios recorre España. Unos y otros, compañeros o contrarios, presumen de infalibles. Una delegación de esa caterva se sentó este jueves de febrero en el Congreso de los Diputados. Desde la mañana a la tarde estuvieron sentando doctrina hasta que la realidad cibernética los metió en una trifulca que los dejó desgreñados. Algunos más desgreñados que otros.

Desde que dictó la doctrina de su infalibilidad, que consistía en tirar la piedra y esconder la mano, Gabriel Rufián anduvo explicando que, aunque la votación saliera rana para Yolanda Díaz, habría manera de seguir arreglándose. Pero cuando a él y a otros (como al vasco Aitor Esteban) les estalló la derrota provisional de la propuesta de ley de reforma laboral la palidez los puso en su sitio. No estaban en contra, o no lo estaban tanto, pero votaban en contra. Uno de los argumentos más vistosos era que los negociadores (o negociantes) los llamaban a ellos menos que a los perversos conservadores o a los pesados capitalistas.A Rufián se le ocurrió un mantra que le duró hasta la tarde en que se le desbarató el argumento: como a la patronal le gustaba la reforma, ésta debía ser tomada como pésima. Presumía además este capitán de los infalibles que, una vez consumada la derrota, a la que él contribuía con su voto, seguirían dialogando con el gobierno ladino porque el recambio es peor.

En la parte visible del recambio, la oposición, bullía una especie de potaje de gofio cuyo regocijo dependía de otros infalibles, esta vez navarros vestidos con el disfraz de aquel Tamayo y contemplados desde los escaños de la derecha como salvadores de la patria. Triste sino vivió ese momento de gloria que los puso a aplaudir como en la lotería.

Quien ahí estuvo de cierta contención fue Casado, como si tuviera un pésimo presagio, y adivinara que de un momento a otro le iba a caer un chaparrón.

Le cayó. Desde hacía un rato él había convocado a sus próximos, que estaban almorzando, para que buscaran el modo de explicar una cosa o su contraria. Cuando tuvieron que explicar la contraria ya era de noche en estas almas infalibles, que miraban sin gloria a los navarros y deletreaban como para borrarlo el nombre de Alberto Casero.

Este héroe inverso contó (o hizo que contaran) que votó desde Cáceres porque estaba grave, pero grave y todo viajó a Madrid para aclarar que lo suyo no es la cibernética sino la obediencia.

El PP presentó a Casero como un ausente infalible; es decir, era imposible (lo dijo Martínez-Almeida y no consta que estuviera bien informado) y lo dijeron desde la noche a la mañana los distintos portavoces sufrientes del PP: es imposible que Casero se haya equivocado. ¿Y por qué no ha de equivocarse el pobre Casero? Ah, porque ellos lo conocen bien. ¿Lo conocen bien y no son capaces, si además lo quieren, de decirle que no es bueno que alguien en su situación sanitaria deba hacer un trayecto tan largo solo para ratificar, o rectificar, un voto? Aunque este valga la salvación de la patria.

Todos parecían defender el disputado voto de Alberto Casero. Como si fuera un voto infalible. Triste país que quiere y no quiere a la vez. Lamentable noche en la que todos fungieron de infalibles y ninguno tuvo cerca al niño que, en la historia, siempre ha visto claro quiénes andan desnudos.

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