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Isabel Olmos

Tengo una vaca lechera

Tengo una vaca lechera, no es una vaca cualquiera, me da leche merengada, Ay, qué vaca tan salada. Tolón, tolón, tolón, tolón». La historia de Jacobo Morcillo, el creador de esta disparatada canción que ha pasado de generación en generación en el imaginario infantil, tiene de todo: espionaje, guerra, persecución, División Azul, tortura y hasta, en 1946, un viaje a Galicia, inmortalizado en una obra musical ya popular. Digno de dar vida a un personaje de la gran Almudena Grandes y sus Episodios de una Guerra Interminable. Los acordes de esta letra escrita a través de las ventanas de un tren son obra del maestro Fernando García Morcillo, quien no tenía demasiada fe en una pieza en la que el cencerro adquiría, desde el principio, un protagonismo insólito. Pero tuvo un grandioso éxito. Pastando por el prado, las vacas de Morcillo eran felices y lo que proporcionaban, leche merengada, lo hacía todavía más -en un mundo imaginario- a los españoles y españolas muertos de hambre a causa de la larga y penosa autarquía franquista. Matando moscas con el rabo, esas vacas felices y danzarinas pasaron a formar parte de un imaginario donde se las asociaba a una abundancia solo accesible para algunos y a la felicidad de un mundo rural idílico, con un césped resplandeciente sobre las fosas comunes de los represaliados republicanos.

A lo que iba, que me despisto fácilmente cuando me hablan de la España bucólica. En todo estaba pensando cuando el viernes contemplé atónita al líder (sic) de los conservadores, Pablo Casado, paseándose entre unos animales que, ajenos al revuelo mediático, saboreaban una jugosa hierba. Pensé en el varapalo de la Unión Europea a España por su apuesta por las salvajes macrogranjas que acaban con todo, pensé en él y pensé en todos los progresistas atontaos que se sumaron rápidamente a hacerle el juego a la derecha y defender la saqueadora estructura de estos complejos sin alma (dado que son todo máquinas).

Y me pregunté: ¿Por qué será que en todos estos días no he visto a un solo político de esos que se arrancan la camisa airados por las palabras de Alberto Garzón defender las macrogranjas dentro de una de ellas? Es decir, si suponen, como ellos dicen, un envidiable ejemplo del magnífico esfuerzo de los ganaderos patrios ¿por qué no convocan a las cámaras a grabarles mientras los cerditos acabados de nacer agonizan pisados por los más grandes por la falta de espacio? Seria una imagen ejemplar. Y coherente con la defensa que promueven. O, por ejemplo, ¿qué me dicen de una rueda de prensa al lado de unas vacas a las que se les ha introducido tubos por todos los orificios de su cuerpo, que casi no pueden ni respirar, en menos de un metro cuadrado? Quizás el problema ahí seria el audio, porque el lamento del sufrimiento suele imponerse a todo lo demás. Llámele mal gusto por parte de las vacas pero es así. El dolor se huele, se siente y se oye.

Pues, miren, no hay manera: todos eligen parajes de libertad pese a la maravilla propuesta que suponen las macrogranjas. Todos eligen la imagen sana frente a la enferma y la vida frente a la muerte. Y es normal. Todos lo haríamos. Lo que no es normal, ni decente, ni coherente, ni humano es defender estructuras delante de las cuales jamás nos pondríamos en una foto, un vídeo o una declaración. Porque sabemos a qué nos estaríamos vinculando en realidad. Eso lo sabemos por mucho que manipulemos.

Cuando acaben de leer este artículo, recuerden las vacas de Morcillo, las que daban felices leche merengada, y como durante unas horas no podrán dejar de tararearla recuerden también a Casado y a algunos cuantos más que ustedes ya saben. Tolón, tolón.

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