Diario de Ibiza

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Pilar Galán

Miopía

Yo no veo bien el mundo desde que tenía seis años. Empecé a notarlo en un examen de matemáticas, porque las cifras que la señorita Chelo había escrito en la pizarra me bailaban ante los ojos convirtiéndose en otras que yo apunté diligente para hacer unas sumas que nada tenían que ver con las que me pedían.

La señorita Chelo avisó a mis padres y empecé un viaje de gafas y lentillas que sigue todavía. Ella me explicó que ver borroso no era lo normal ni tampoco pasearse por un mar de niebla cada vez que abría los ojos.

También me enseñó a bailar el triángulo y a cantar villancicos en gallego, que era su lengua natal, pero esa ya es otra historia. Yo tenía seis años y cuando volví a casa con mis primeras gafas el pasillo era una continua cuesta arriba.

Poco a poco, al mismo ritmo que crecía y devoraba libros, incluso tal vez más por lo segundo que por lo primero, fueron aumentando las dioptrías y el grosor de los cristales. Cuatro ojos era un apelativo casi normal en una época en que muy pocos niños llevaban gafas, quizá porque no había móviles ni otras pantallas, o quizá porque entonces pasábamos mucho más tiempo al aire libre.

Yo tuve que acostumbrarme a conformar el mundo cada mañana, mientras tanteaba la mesilla en busca de los cristales que colocaban todo en su sitio.

Por la noche, cuando los miopes vemos menos, la ropa de la silla o la sombra de la ventana eran amenazas siniestras o presencias tranquilizadoras, según se diera el caso.

Si me quito las gafas, veo el mundo entre una niebla que difumina los contornos y suaviza las aristas. Más que ver, adivino, y he aprendido a distinguir a las personas por sus gestos y no por sus caras.

Cada mañana es un intento por disipar la bruma, hasta que las gafas me devuelven una realidad inventada. A lo mejor por eso escribo. A lo mejor por eso siempre he defendido que para contar solo hace falta mirar el mundo de forma diferente.

Para mí ha sido fácil. Si quiero que desaparezcan los contornos de lo que me rodea, solo tengo que quitarme las gafas. Entonces todo se vuelve algodonoso, difuminado, y es fácil, ahora que he aprendido, vivir en la frontera entre la niebla y la claridad, la realidad y la ficción, esa tierra ignota que puedo recorrer con los ojos muy abiertos para ver todo, al mismo tiempo que no soy capaz de distinguir nada.

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