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Isabel Olmos

¡Bájate la aplicación!

Bájate la aplicación!». El grito se impuso, sordo y seco, al coro de voces y ruidos que inundaban la sala de espera del atiborrado centro de salud. En un primer momento, pensé que el grito procedía de una madre rebosante de hartazgo que intentaba por enésima vez que su hijo veinteañero aceptara por fin vacunarse y obtener el certificado covid para la cena de Navidad que, cada año excepto el pasado, celebraba la familia en un restaurante cercano muy chic. «Si no quieres hacerlo por nosotros, hazlo por ti, que si no no podrás venir», me imaginaba yo en una conversación imaginaria. Pero no.

«¡Que te digo que te tienes que bajar la aplicación, que yo no te puedo dar el papel! Es muy fácil. Que te lo haga alguien de tu familia». Mi hipótesis era absolutamente errónea y no había ni madre ni hijo, aunque el tuteo excesivamente descarado pudiera dar a entender que existía un vinculo de confianza, incluso familiar, entre los interlocutores. Pero de nuevo, no. Ante mí y a través de un mar de espaldas y cabezas pude vislumbrar a un hombre aferrado a un mostrador con la cara enrojecida por la mascarilla y la desesperación. Como ondas de sonido, llegaban a mí fragmentos sueltos de lo que, sin duda alguna, era una petición de ayuda no correspondida. O más bien de auxilio. «Yo solo uso el teléfono para llamar y enviar Whatsapp. No sé qué es eso de la aplicación y, además, ¿por qué alguien que no soy yo tiene que saber cuándo y cómo tengo citas médicas y por qué motivo? ¿Es que ya no existe el derecho a la intimidad?». El señor lleva un elegante bastón que se le cae dos o tres veces al suelo porque le da patadas sin darse cuenta, por la propia tensión. Se agacha, lo coge, y es tanto el enfado que muestra su rostro que temo que la próxima vez que lo recoja golpee sin piedad contra el cristal que le separa del personal de atención. «¡Somos mayores, no inútiles!», grita desesperado mientras guarda su tarjeta sanitaria en la cartera, frustrado, triste.

Hace unas semanas su mujer le explicó lo mal que lo pasó en un cajero automático, tanto que tuvo que pedir ayuda a una perfecta desconocida para que le descifrara lo que la máquina le pedía. En un cajero, a una desconocida, aun a riesgo de ser estafada. Y ahora él, que siempre se ha desarrollado bien con la tecnología, desde bien joven. Los ordenadores no eran un misterio para él, como no lo fueron los múltiples dispositivos que fueron acompañando a la televisión (dvd, descodificadores) y los primeros móviles. Son la generación que con más rapidez ha tenido que adaptarse de la máquina registradora y de escribir a dispositivos que caben en un bolsillo y recordar mil contraseñas y pins, y ahora no solo tienen que sufrir la violencia burocrática en los bancos -si no sabes hacértelo tú, haz cola en la calle con el resto de tus compañeros inadaptados- sino también la de las administraciones públicas, aquellas que deberían estar a su lado siempre, en todo momento, para hacerles la vida más fácil.

En contra de su voluntad pero totalmente rendido, su hijo tiene ahora el acceso a toda su intimidad. Puede ver cuándo le toca nosequé especialista, cuánto dinero tiene en el banco, si paga mucho o poco de luz y en qué gasta su pensión. La Administración pública le ha convertido en rehén de quienes más le quieren y no le harían daño pero, cautivo al fin y al cabo. Completamente secuestrado. Él, que tanto ha luchado junto a su mujer por los derechos civiles y la democracia frente a la constante invasión de la esfera privada del franquismo, él, ahora, cuando vuelva a casa tendrá que llamar de nuevo a su hijo y decirle que si, por favor, le puede bajar la aplicación esa que piden y que es mayor pero no inútil. Pero eso el hijo, ya lo sabe. De sobra.

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