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José Miguel L. Romero

El síndrome de Can Botino

Cuenta Pilar Cernuda que el síndrome de la Moncloa es aún más pernicioso que el del 10 de Downing Street o el del Eliseo. Quien allí se aloja, el presidente del Gobierno, «no percibe el ruido de la calle y no puede observar el movimiento de los ciudadanos desde las ventanas de su despacho o de su residencia. Vive en un mundo cerrado, alejado, y cada vez tiene menos ganas de recorrer la decena de kilómetros que le separan del centro de la ciudad». Se acentúa porque sus colaboradores «le hacen la ola» en vez de ser críticos. En Vila existe el síndrome de Can Botino. Dalt Vila está lejos del mundanal Ensanche, de la peste que emana de la depuradora, del puerto y del torrente de sa Llavanera, de los semáforos absurdos y de la suciedad de las calles. Allí arriba no se tiene constancia de que abajo hayan aumentado ni los roedores ni las cucarachas. La percepción popular (del pueblo, no del partido, que también) de que hay más bichos es subjetiva, dicen arriba, pese a que los de abajo vieron cómo invadían la ciudad y sus paredes tras las primeras lluvias. Las estadísticas, dicen los de arriba, refutan que el sábado 23 de octubre, tras la intensa lluvia del día anterior, las calles de abajo estuvieran llenas de miles de cadáveres de cucarachas, que, por cierto, nadie retiró aquel fin de semana.

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