Diario de Ibiza

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Juan Carlos Laviana

Una sociedad crédula

Durante la ola de calor del pasado mes de agosto, un viaje me obligó a abandonar mi minúsculo jardín durante una semana. Lo dejé al cargo de mi hija –a punto de cumplir los 18–, después de haberle dado todo tipo de instrucciones sobre el cuidado de las dos únicas especies que ocupan el escaso vergel, apenas lo que admite el alféizar de una ventana. Cuando volví, los dos cipresitos de Monterrey que flanqueaban al autosuficiente kalanchoe habían mudado su espléndido verdor en un cenizo marrón chamuscado. Se habían muerto.

Al interesarme por las causas de la desgracia, pregunté a mi hija si había regado las plantas cada dos días, como le había indicado. Me confesó que no, que en realidad había decidido no regarlas en absoluto. Y me explicó su decisión: Google dice que este tipo de plantas hay que regarlas cada doce días y, como yo había estado fuera sólo siete días, no necesitaban riego. Que mi hija dé más credibilidad a Google que a su padre entra dentro de la rebeldía propia de la edad. Pero lo que estremece es que nuestros jóvenes tomen sus decisiones atendiendo a la prescripción de Google. Ya no solo sobre el regado de una planta, sino sobre el sentido de su voto o sobre la eficacia de las vacunas.

Tenemos hoy más información que nunca, pero no la contrastamos. Confiamos en lo que nos dice Google a pies juntillas, como si el algoritmo fuera el summun de la sabiduría. Pero no sólo en Google, sino también en todo lo que circula por las redes. Si lo que alguien nos dice a través de las redes nos lo dijera la misma persona en la barra de un bar, no le daríamos el menor crédito. Pero el florido empaquetado digital da una credibilidad infalible como hace años daba la palabra impresa en papel. Cuántas conversaciones se han zanjado con “lo he leído en el periódico”. Y punto.

La actualidad está llena de mentiras virales que nos hemos tragado con una asombrosa candidez. Estos días, un tuitero llamado Alvise Pérez y que se hace pasar por periodista, con 800.000 seguidores sumando Twitter, Instagram y Facebook, confesaba ante el juez que había difundido sin contrastar el pasado febrero una PCR positiva del entonces ministro de Sanidad, Salvador Illa. En su defensa, alegó que el documento había sido publicado previamente por otros internautas.

Hace solo un par de semanas, un joven denunció haber sido víctima de “una manada” en el barrio de Chueca de Madrid, que incluso le habían tatuado con un cuchillo la palabra “maricón”. El suceso alcanzó tanta relevancia que, inmediatamente, fue tomado como bandera de la lucha contra la homofobia por no pocos medios de comunicación e incluso por el propio ministro de Interior. La mentira se prolongó durante días hasta que el joven confesó que la agresión había sido inventada.

Días duró en agosto la falsa historia de que una cuidadora magrebí había dejado en la calle a la mujer de 90 años a la que atendía, tras ocupar la casa de la anciana. Finalmente, se supo que todo había sido un ardid de una empresa especializada en desalojar viviendas para acosar a una inquilina.

Vivimos en una sociedad crédula, dispuesta a creerse las noticias que ratifican su previa opinión de la realidad. Se entusiasma tanto con lo que le interesa que, demasiado a menudo, no pierde el tiempo en distinguir lo verdadero de lo falso. Algo de lo que ya se dio cuenta el sabio Tácito cuando nos legó aquella máxima de que “la verdad se confirma con inspección y detenimiento; la falsedad con prisa e incertidumbre”.

Igual que yo he perdido mis dos cipresitos de Monterrey por culpa de Google, la sociedad puede sufrir una pérdida aún más grave: la verdad. Como a las plantas, hay que regarla más a menudo, con cuidado de no ahogarla.

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