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Daniel Capó

11-S, veinte años después

Si el siglo XX terminó en 1989 con la caída del muro de Berlín, ¿cuándo empezó el siglo XXI? ¿Un 11 de septiembre de 2001, bajo el sello icónico del derrumbe de las Torres Gemelas? ¿O fue en 2008 con la sacudida económica causada por el estallido de las subprime, cuyas ondas devastadoras sobre la economía supusieron un antes y un después en la estabilidad mundial? ¿O ha sido ya propiamente con la pandemia del coronavirus, que daría lugar de nuevo a un siglo corto, como fue –eso dicen– el XX? A saber, la Historia sólo se fija a posteriori, cuando las comas y los puntos y aparte se pueden leer con una continuidad aproximada. Si el 11-S, por tanto, fue un inicio o un evento singular y determinante en el estrecho túnel que lleva de una época a otra, lo sabremos con el tiempo. Que fue importante nadie lo discute. Que lo sigue siendo, tampoco. Y que lo vivimos como un acontecimiento crucial, mucho menos.

Se cumplen veinte años del atentado de las Torres y el mundo es un lugar muy distinto, menos seguro, más incómodo en muchos sentidos. Por un lado, la tecnología ha avanzado a un ritmo inimaginable; por el otro, estas dos décadas constituyen la crónica de una decadencia: la europea en particular, pero más aún la occidental en su conjunto. Los desafíos que se han ido encadenado uno tras otro parten de un común denominador: poner en duda las bondades y la solidez del modelo liberal. Si 2001 fue un ataque directo a los valores de Occidente –siguiendo las huellas del conflicto entre civilizaciones teorizado por Samuel Huntington– y 2008 evidenció las grietas de su modelo económico, cabe también leer la pandemia de la covid-19 en clave política: el tecnoautoritarismo de algunas sociedades orientales frente a los principios de la libertad individual que rigen las nuestras. Se diría que, en cada uno de estos casos, Occidente ha salido dañado, debilitado de algún modo. Las divisiones que nos afligen, la pérdida de la confianza política, el malestar ciudadano, la aceleración del tiempo, el retorno de los populismos y la fractura económica son algunas de sus manifestaciones más evidentes. El resultado es el mundo en el que estamos inmersos.

La precipitada salida de Afganistán por parte de los Estados Unidos este verano parece poner punto final al error que supuso la respuesta americana al 11-S. Dudo que sea así. No hay punto final, sino un punto y seguido que nos sugiere que la Historia nunca se detiene. ¿Se ha debilitado el fundamentalismo islámico en estos veinte años? No lo parece, aunque seguramente entonces magnificamos su auténtico alcance. Más allá de su despliegue, los adversarios de Occidente se han visto reforzados con actores –como Rusia– que entonces no podíamos prever. Como tampoco podíamos prever en toda su magnitud el afán imperial y el poder de China. Descreíamos entonces del retorno de los enemigos internos de la civilización liberal, a pesar de que la fragilidad de nuestro mundo quedaba ya patente en aquel momento. No lo veíamos o no queríamos verlo, porque sabíamos –y sabemos– que era preferible a sus alternati-vas. Se diría que la Historia se mueve impulsada más por nuestros errores que por nuestros aciertos y que, si no vimos venir el 11-S, tampoco hemos sabido ver sus consecuencias.

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