Diario de Ibiza

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Juan José Millás

Lavado de cerebro

Hay gente que no sabe fregar un plato. No odio a estas personas, pero prefiero mantenerlas lejos de mis cacharros. Me revienta coger un tenedor supuestamente limpio y sentir la grasa en la yema de los dedos. No tengo lavavajillas porque considero que fregar después de comer aligera la digestión y, con suerte, te ayuda a entrar en un estado de trance espiritual con el que afrontar sin tensiones el resto de la tarde. Se da el trance cuando eres muy minucioso y llegas con el estropajo hasta las partes más íntimas del menaje. La concentración limpiadora constituye una de las formas de la felicidad íntima.

El otro día vinieron a comer a casa unos amigos y uno de ellos se ofreció a fregar tras el café. No pude decirle que no por cortesía, pero ya vi que no lo haría bien desde el momento en el que se puso a ello. Ni me pidió un delantal, para evitar mancharse, ni se levantó las mangas de la camisa. Cogía los vasos y los cubiertos con la mano izquierda como si fueran objetos contaminantes y se limitaba a acariciarlos con la parte de la esponja del Scotch Brite que blandía en la derecha. ¿Temía acaso que los cuchillos se revolvieran contra él? Por si fuera poco, lo hacía todo sin método, sin orden. No tenía ni idea de por dónde se comenzaba y por dónde se terminaba un fregoteo como Dios Manda. El Fairy, lo gastaba a litros, lo desperdiciaba. Daba pena verlo correr inútilmente por la base del fregadero de aluminio, que ni se molestó en repasar cuando terminó con la vajilla.

Mientras ‘fregaba’, hablaba de política

o la política, mejor dicho, hablaba a través de él porque no era capaz de emitir un solo juicio medianamente original. Los discursos políticos se han esclerotizado de tal forma que cuando alguien comienza a manifestarse, ya sabemos lo que va a decir, del mismo modo que cuando yo fregué de nuevo los cacharros esa noche ya sabía dónde hallar los cúmulos de grasa a los que mi amigo no había sido capaz de llegar ni con la vista ni con el tacto. Escuchar la mayoría de los discursos de nuestros dirigentes equivale a comer en lozas mugrientas o a tomar el café en tazas sucias y, frecuentemente, con la marca de otros labios en su borde. No permitamos que nos limpien la cristalería ni que nos laven el cerebro.

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