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Mar Gómez Fornés

Tribuna

Mar Gómez

La alegría

El paisaje respira sin pedirnos permiso. Un hombre más allá y una madeja de hilos blancos, entrelazados y haciendo nubes, también respiran. Dos hombres más y un tercero que sale de su propia tiniebla… también están respirando. Fluyen. Surfean el dolor sobre el eje del mar. Todo respira fuera de nosotros, sin que apenas seamos dueños más que de un inapreciable parpadeo.

Respirar es coger carrerilla hacia la salvación; es dar un paso pequeño, del tamaño de un grano de trigo, hacia la vida. Respirar es esquivar una tarde de lluvia en la casa, sobre las sábanas de hilo y nieve, una tarde de maletas y macetas muertas soñando tardíamente lo ya irremplazable.

Respirar es optar por el camino luminoso que lleva a la alegría, aunque no sepamos definir exactamente en qué consiste esta emoción. ¿Alegría, me preguntas qué es la alegría? ¡Ay si yo lo supiera! No estaría entonces vendiendo el humo de unos cuantos versos ni estaría durmiendo en la insistencia de mi desolación.

Desolación que se disfraza de palabras. Desolación que en la noche tiende a alimentarse para no morir de hambre ni estrecharse. Pero os hablaba de la alegría, ¿sabemos qué es? ¿en qué taller la configuran? ¿en qué almacén se amontona y manufactura? ¿en qué tienda se vende como artículo de lujo?

A estas alturas yo estoy como el poeta Abraham Valdelomar que escribió: «mi padre era callado y mi madre era triste/ y la alegría nadie me la supo enseñar». Creo que he retrocedido años luz en lo poquito que sabía acerca de la alegría o quizá es que la alegría se ha convertido en la triste asignatura que aprendí con alfileres y por eso ha volado a otro lugar desplegando sus risas por el cielo de la memoria. Sencillamente la olvidé, como aquello que se aprende sin pasión, de carrerilla, por la soberbia y engreimiento de creer que no nos hará falta en el futuro; cuando en realidad, la alegría es respetar las medias exactas y ejecutar paso a paso la receta de una tarta.

Abajo el trabajo de insistir en la felicidad. Sólo vivir y respirar.

Debe ser que el virus se ha llevado entre otros sentidos, además del gusto y el olfato también el de la paciencia pues llevo semanas sin ver llegar a casa un solo verso; ni aun poniendo en práctica aquella costumbre del poeta Saint-Pol Roux, reconocido por André Breton y sus amigos como un precursor del surrealismo, quien, al acostarse ponía un cartelito en la puerta de su dormitorio que decía: «El poeta trabaja: no molestar».

Nada. Trombas marinas y, en todo caso, el vacío chorreando bajo la lámpara, las calles vacías de la palabra. Otra vez que la noche se llena de no-sueño y de una pregunta litigante: ¿qué fue de la alegría?

Entonces… respiro como me ha enseñado Ilana y la atmósfera se aligera, adquiere la forma de tentáculos plumosos cual si fueran holoturias silenciosas de un acuario.

Abajo el trabajo de insistir en la felicidad. Sólo vivir y respirar.

Sucede que a veces vivir es una montaña suprema o el lugar donde empieza la soledad, pero eso ahora no importa. Importa ser joven bañista, pronto será agosto y es urgente irse de fiesta, irse a donde sea que dejemos de ser por un momento los que somos. Irse en busca de la borradura o ser los mismos, pero en otra parte.

Urge abril para sofocar este ardimiento, inacabablemente. Y mientras respira el paisaje de nuestro encumbrado abdomen, convertirnos de una vez en puñado de pájaros cadenciosos, colimbos, colipintas, milanos, avefrías e iniciar el proceso migratorio.

Pero ¿y la alegría, la encontraremos allí? No creas. Debemos conformarnos con ser felices a ratos, tan sólo se es feliz de vez en cuando y eso se llama abundancia.

Vivir es una montaña suprema. Pero ahora eso ya no importa. Pronto será agosto, tiempo de bebernos el mar, inacabablemente.

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