Diario de Ibiza

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Pilar Galán

El escondite

Existen unas semanas en verano en que uno nunca sabe muy bien si es lunes o domingo, y lo que es mejor, da igual qué día sea. Tarda en llegar, y dura muy poco, como todo lo bueno, pero solo por esa sensación merecen la pena las vacaciones. Otros años he tardado en desconectar, pero este me he lanzado a la vagancia más absoluta sin remordimiento alguno. Empiezo el día bajando toldos, convirtiendo mi casa en una isla en la que siempre parece por la mañana, como en algunas calles del centro, llenas de árboles. Luego trato de no ver el telediario mientras desayuno, aunque a veces peco y tengo que luchar después con la sensación de que vivo en un planeta que cada vez comprendo menos. Lo mismo me pasa con algunos periódicos y sus titulares. Siento que no cuentan la realidad, sino flecos de una información dirigida que busca beneficios que no alcanzo a entender. Esto no ayuda a que el ambiente en la calle sea agradable. La gente parece irritable, o directamente enemiga, y te hablan sin mascarilla casi encima, porque están en su derecho y nadie puede prohibirles que lo hagan. La histérica eres tú, como acaba de demostrar el Tribunal Constitucional, que ha tumbado los casi tres meses que pasamos en casa. Y la libertad no termina donde empiezan los derechos de los demás, como nos enseñaban de pequeños, sino que su fin es inabarcable. Pero hablábamos de toldos, café tranquilo y días sin nombre. Y de no tener prisa, ese lujo, y salir a hacer deporte, o leer de otra manera a la que se lee en invierno, u otros libros llenos de pereza, páginas a las que se puede volver una y otra vez mientras vigilas que tu hijo no haga tonterías en la piscina o que el hielo del café no se deshaga en tu regazo.

Y ver películas y series a las que has llegado tarde, como a casi todo, sin querer darte cuenta de que también es un privilegio tratar de eliminar de la mente todo prejuicio y disfrutar de lo que te han comentado mil veces como si no lo hubieran hecho. Por eso da igual que sea lunes o domingo, o quizá viernes. Da igual que el reloj se empeñe en mostrarte una hora intempestiva para comer, dormir o tomarte una merienda de sandía o cerezas, ese placer que está al alcance de cualquiera con capacidad de disfrute. Solo queda esa manía de querer estar informada, de no poder dejar de leer la prensa o ver un telediario, de no ser inmune al alarmismo y al miedo. Salvo por eso, los días son plácidos, las mesillas se llenan de libros abiertos que se empezarán y se terminarán con esta laxitud que se consigue solo estas semanas, la piel tiene otro color y los ojos brillan como si estuviéramos a punto de salir en bici a dejarnos regar por los aspersores, como antes. Es verano, ese atisbo de eternidad, el umbral entre lo que acabamos de dejar, y lo que aguarda, unas baldosas frías, un patio recién regado, las risas de los niños y los amigos, una ternura que es capaz de hacernos olvidar aunque sea solo este instante que no somos inmortales, pero que bien pudiéramos jugar a serlo, estos días, estas semanas… como el niño que cierra los ojos en el escondite, e ingenuo y feliz cree que nadie puede verlo.

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