Diario de Ibiza

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Andrés Ferrer Taberner

A pie de isla

Andrés Ferrer Taberner

Lapas

Los griegos tenían tan interiorizado el Mediterráneo en su ser como soporte espacial y vital de su cultura que a veces obviaban la fauna que lo poblaba, aparentando carecer de curiosidad por ella al creerse el ombligo del mismo. Los animales marinos solo atraían la mirada de los pescadores, pues la escasez siempre pliega al hombre a la realidad. Acaso también interesaba a los que contribuían a enriquecer los mitos helenos. Pero únicamente desfigurando la fisonomía de las bestias acuáticas más imponentes con fantasías disparatadas, a fin de sumar monstruos inexistentes a la mitología. Esopo no quedó libre tampoco de esa apatía por las criaturas reales del mar, las cotidianas, las que platean cada amanecer las aguas con sus cuerpos relucientes. Resulta llamativo que en sus fábulas añadiera solo una especie marina −el delfín− a la extensa lista de animales en los que encarnó conductas humanas. Si se hubiese adentrado entre los acantilados durante la bajamar, habría podido añadir otra nueva especie a su cantera literaria con solo observar a un pequeño e insignificante molusco como es la lapa, una criatura con mucha moraleja a cuestas. La que sí en cambio anduvo ágil y supo extraer analogías sustanciosas sobre este invertebrado marino fue una novia que tuve a los veinte años mayor que yo, cuando decidió romper conmigo y dejarme el ánimo más enflaquecido que una raspa de sardina. Como me resistí hasta el extremo de empezar a ponerme francamente pesado, un día acabó por dictarme su irrevocable sentencia final con un tono de voz que pareció doblarle su diferencia de edad: «Te has pegado a mí como una lapa y ya basta, Andrés, no insistas; se terminó». Sus palabras surtieron efecto enseguida. Tuve la impresión de que una ola cargada de salitre arrancara las legañas de mi estupidez. El símil de la lapa fue tan didáctico que tomé conciencia allí mismo de mi error. Así que ‘el joven lapa’ en el que me había transformado por mi exceso de efervescencia hormonal, aflojó de inmediato su ventosa sobre la que había sido mi novia y desapareció para siempre de su vista arrastrado por la resaca. Menos mal que ella me hizo reaccionar a tiempo. Me libró de acabar convertido después en ‘El hombre lapa’ de la famosa canción de una comedia de Colomo. Lo más duro de mi ruptura entonces fue verme obligado a regresar cabizbajo al grupo de amigos. Prendía en mí el sabor de la derrota de esos alumnos que se ven degradados a un curso inferior. Tuve que soportar de nuevo la fumarola de porros que ardían perennes en el coche los fines de semana. Encima al ritmo de una música infernal que parecía consumir más oxígeno que todos nosotros allí amontonados. Yo, que poco antes escuchaba tirado en la cama de mi antigua novia a Jacques Brel, que ella misma me descubriría. ¿Cómo no añorarla? Fui una ‘lapa’ feliz a su lado, recuerdo, pero ya nunca volví a comportarme en modo lapa después con nadie más, lo juro.

Quién me iba a decir entonces que varias décadas más tarde acabaría yo interesándome y admirando a las mismísimas lapas, las de verdad. Me ha sucedido aquí en Ibiza, ventanal abierto las 24 horas a tantas formas de vida. El kayak me ha brindado la oportunidad de observar dichos moluscos con esa pausa infinita que a veces te permite su navegación. He aprendido mucho. Quizá sean unos de los habitantes más pequeños y fascinantes de la isla. Ante todo, inimaginables a priori, como el lector podrá comprobar a continuación.

Cabras y ovejas pastan bajo las higueras por toda Ibiza, sí, pero podría decirse que desde la franja costera las acompañan asimismo las lapas, no menos herbívoras que aquellas. Ramonean también, no miento. Aunque parezca increíble, apacientan las algas más pequeñas que crecen sobre las rocas, el sustrato de la zona intermareal batida por el oleaje en el que viven adheridos estos gasterópodos. Llama la atención que mientras que el pulpo, el más inteligente de los invertebrados marinos, solo vive dos años, las lapas alcanzan los veinte. Quién al bañarse no ha palpado sus conchas casi cónicas pareciéndole meras turgencias gaudianas de la roca misma, de tan unidas a ésta, de tan quietas. Cuesta pensar que bajo esa coraza hay algo vivo con ojos, boca, corazón… un ‘extraterrestre’ comestible en miniatura. Vive y preserva a ultranza su humedad entre dos murallas: la propia y la que le presta la roca, su ‘castillo’. Por otro lado, su quietud no es tal; se mueve, como todo en el Universo. Ensaya cortas escapadas con el propósito de alimentarse cuando el agua cubre la roca, para regresar luego a su punto de partida, no vaya a ser que se pierda. Sus continuos desplazamientos llegan a erosionar la roca. Segrega asimismo un mucus que le facilita a su fibroso pie ventral la tarea de arrastrarse, una sustancia que ayuda también a crecer las algas que consume, abonando así su propio ‘huerto’. ¿No es admirable esta criatura? A la postre, no importa el tamaño ni la forma de un animal siempre que contenga un corazón que aguante los caprichos de la evolución. La vida es como un actor con mucha escuela capaz de encarnar cualquier personaje que se le presente. El de ‘joven lapa’, también.

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