Entiendo y respeto la Ley de Protección de Datos. Más o menos. Sin embargo, y debido a mi profesión, no puedo evitar tenerle un poco de tirria. «No puedo darte esa información». «Son datos personales y no estoy autorizado». «No tenemos acceso a esos detalles». «Lo siento, no puedo ayudarte». Son frases que escucho a diario, a menudo, muy convenientemente. El mundo al día de cada uno de los desayunos, comidas y cenas de ‘celebritíos’ y ‘celebritías’; Facebook, Instagram, Twitter y Tik Tok mostrando a diestro y siniestro intimidades, robados de verano, momentos tórridos (obscenidades aparte), ‘stories’ de lujo asiático, direcciones, lugares de trabajo, policías de balcón cámara en ristre... La era de la información. Pero ¡ay!, qué conveniente es mentar la ley cuando alguien hace una pregunta incómoda en instituciones, entidades o empresas. ¡Qué puntería! Unos cotizando al alza con nuestros más oscuros deseos (obtenidos ‘decentemente’ con micrófonos ocultos) y otros, una y otra vez, de bruces contra el muro. Eso sí, a la hora de la propaganda, no faltan llamadas. No me malinterpreten, valoro mi intimidad por encima de todo. El cinismo estructural, en cambio, no tanto.
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