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Juan Carlos Laviana

Los peligros de significarse

«El miedo a ser señalado nos lleva a una sociedad silenciada »

Allá en los 70, decidí jugar al baloncesto aprovechando el polideportivo recién inaugurado en el pueblo. Me mandaron a hablar con Vega, mi profesor de Educación Física. Muchos años después, sabría que fue uno de los mejores fotógrafos asturianos del franquismo, además de destacado militante republicano. Vega me comunicó que, si pretendía hacer deporte, era condición sine qua non disponer del carnet de la OJE. En mi inocencia adolescente, no vi mayor problema, así que dicho y hecho. Cuando llegué a casa con mi flamante acreditación, mi padre me echó una de las mayores broncas que recuerdo. “¿A quién se le ocurre? Eso es significarse”.

Avanzados los 70 en Pamplona, fui con un amigo al cine. El vestía un kaiku, una chaqueta vasca entonces muy de moda. Cometimos el error de pasar por delante de la cafetería Oslo, entonces lugar de reunión de los Guerrilleros de Cristo Rey. Al ver la afrenta de aquel símbolo euskaldún, varios de ellos salieron enfurecidos lanzándonos improperios y haciéndonos correr despavoridos toda la avenida Carlos III. Nuestro error fue significarnos.

Ya en los primeros 80 en Madrid, después de cerrar la última edición, bien entrada la madrugada, fui junto con unos compañeros del antiguo Diario 16 a un local nocturno llamado el Dantzari. Exhibimos orgullosos nuestro periódico, aún caliente. En cuanto lo vieron un grupo de fachas -aquellos sí que eran fachas-, comenzaron a insultarnos e intimidarnos de forma tan virulenta que enseguida percibimos el peligro. Salimos de allí por pies. Nos habíamos significado.

Hoy significarse vuelve a estar mal visto e incluso tiene sus riesgos. Exhibir una bandera española, el arcoíris LGTBi o hasta la enseña de un equipo de fútbol puede tomarse como una ofensa al ciudadano que piensa –mejor dicho, siente- diferente y no tiene por qué aguantar semejante afrenta.

La pandemia ha acentuado los peligros de significarse. Así se ha convertido en seres deplorables, negacionistas, a los que llevan la mascarilla por debajo de la nariz y no digamos los que no la llevan. El que fuma por la calle o en una terraza es un monstruo ávido de enfermar a los que le rodean. El que come un chuletón en la mesa de al lado en un restaurante un insolidario de la preservación del planeta. Y no digamos si vamos a viajar, con eso de las antipatías creadas hacia los originarios de determinadas zonas. No sé cómo harán los catalanes cuando salen de Cataluña o los vascos cuando salen de Euskadi, pero mi mujer ya me ha dicho que si vamos a Asturias, hable en asturiano no vaya a ser que se piensen que somos de Madrid.

Mucha culpa la tenemos los medios de comunicación –y no digamos las redes sociales-, que con la tendencia a simplificar ofrecemos imágenes extremas que acaban por convertir la anécdota en tópico. Los jóvenes son unos irresponsables, todo el día de botellón y llevando el virus a casa. Los madrileños son unos viva la Virgen que prefieren contagiarse antes que sacrificar las cañas. Hablar español en Cataluña puede resultar peligroso. Los menas son todos unos delincuentes y encima los subvencionamos. Cuatro chicos juntos acaban siendo tomados por una manada. Los que estudian en colegios concertados, y no digamos privados, son tenidos por pijos. Los hombres son machistas por el mero hecho de ser hombres. Los que viven en Vallecas son rojos. Los que viven en el barrio de Salamanca son cayetanos. La lista de estereotipos polarizadores es interminable.

Se ha impuesto la cultura del estás conmigo o estás contra mí. Del blanco o negro. Se es de izquierdas o se es de derechas. El matiz es símbolo de tibieza. Se ha criminalizado el pero, el gran hallazgo gramatical para contraponer o ampliar conceptos. No se puede poner nada en duda. Hay miedo a significarse, a ser señalado, etiquetado, empaquetado y condenado. Lo malo es que acabaremos por ocultarnos, por callarnos, por volvernos invisibles, no vaya a ser que nos tomen por lo que no somos. Por ese camino nos dirigimos hacia una sociedad silenciada -o hipócrita, no se sabe qué es peor-, como lo fue la vasca durante décadas, en la que significarse tenía consecuencias funestas.

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