Diario de Ibiza

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Andrés Ferrer Taberner

A pie de isla

Andrés Ferrer Taberner

A vueltas con las gaviotas

Si los pájaros le dieron tema a Hitchcock para una película, a mí las gaviotas me dan cancha para un segundo artículo, qué menos. Tras publicar el primero hace dos semanas, me di cuenta por la reacción de muchos de mis lectores en las redes sociales de que estas aves suscitan un vivo interés no exento de inquietud, como podrá comprobarse por su testimonio unas líneas más abajo. La inquietud la provoqué yo al relatar en mi anterior artículo cómo en la explanada del castillo de Ibiza una gaviota depredó a lo Tarantino a una inocente paloma ante la mirada de los desprevenidos turistas (¿y cuándo no lo están?, pobrecitos míos).

La gaviota es una especie oportunista (el equivalente en los cielos al zorro) sumamente inteligente y adaptativa que ha encontrado en esa suerte de aspiradoras gigantescas de espacio que son las urbes −los ‘agujeros negros’ de la Tierra−, un mundo de oportunidades, tantas que ha transformado sus hábitos alimenticios y migratorios. Hasta Madrid cuenta ya con estos pájaros que prosperan a expensas de sus vertederos. Le llegan a miles procedentes del Mediterráneo y del Atlántico Norte (Madrid, rompeolas de todas las gaviotas, hubiera escrito Machado hoy). De seguir así las cosas, esta bestezuela voladora evolucionará y acabará siendo un señor con plumas al que saludaremos cada mañana al salir de casa junto al contenedor de basura. De niño, en mi Valencia natal no las veías en el cielo del centro de la ciudad ni con los prismáticos del abuelo. Ahora se posan ya hasta en las cornisas de los acantilados de sus iglesias más monumentales, poniéndoles su voz estridente a las esculturas de los santos, pues diríase que son estos los que graznan desde sus palcos de piedra. También invaden el hábitat rural. En el interior de Ibiza, por ejemplo, sorprendes ya más gaviotas atrapando invertebrados en la tierra removida de los labrantíos que payeses en sus faenas.

A estas aves nos gusta imaginarlas alimentándose exclusivamente del mar. Todo está en paz y armonía para nosotros si sus picos se limitan a engullir anchoas, calamares o cualquier otra especie de la gran despensa marina. Así es como nos complace concebir su dieta, toda vez que concuerda con la mejor imagen que guardamos de ellas en nuestra memoria: su incomparable planeo sobre las olas. Su vuelo es pilar invisible de nuestra sensibilidad más evocadora al ponerle alas a nuestros sueños frente al mar. O a nuestras melancolías. Tales son las razones por las que nos descoloca y nos perturba tanto pillarlas infraganti comiendo basuras o matando presas que nos resultan más cercanas que los peces o los crustáceos. Hay quien no puede soportarlo, como uno de los lectores aludidos al principio, que las tacha de impostoras: «Todo alrededor de la gaviota es violencia, carroña y mentiras de vuelos elegantes». Es una buena descripción, qué duda cabe. ¿Pero acaso no nos refleja también a nosotros mismos?

Hurgando en las inmundicias orgánicas de los vertederos, me temo que las gaviotas de hoy se parecen más a los niños menesterosos londinenses de Charles Dickens que a las aves marinas de Herman Melville surcando los cielos plomizos del Atlántico. Las reglas de la naturaleza rara vez coinciden con la poética de nuestros deseos más elevados; su rima es otra y su canción mucho más antigua. Por tanto, toca asimilar que las gaviotas hayan añadido basuras y pequeños vertebrados de nuestro entorno a su reino de olas y nubes, un reino inmaculado hasta ayer en nuestra imaginación. Al fin y al cabo, su guano lleva camino del nuestro, de tanto picotear ellas en nuestros menús. No hacen estos animales sino optimizar su energía, el primer mandato de la vida. Abastecerse en el mar les implica ya a menudo más esfuerzo que proveerse con nuestras sobras. Mas no debemos olvidar que, a pesar de todo, la gaviota sigue siendo un animal salvaje, y como tal andará siempre al acecho de nuevas oportunidades predatorias. Pero ojo, en nuestro propio territorio. Así que cada vez veremos más escenas de caza en las calles y las azoteas, microdramas de fauna urbana que ningún documentalista de National Geographic filmará por insignificantes.

De todas sus presas en las ciudades, su predilecta es la paloma. El que yo hablara de ello en mi anterior artículo ha movido a que varios de mis lectores me dirigieran sus testimonios al respecto. Escojo aquí uno eficazmente narrado: «Hace unas semanas presencié cómo una gaviota aterrizaba en la Alameda [Valencia] y atacaba a un grupo de palomas. Luego, por la acera, entre peatones y coches, paseó tranquilamente con media paloma ensangrentada colgándole del pico, hasta que, finalmente, levantó el vuelo con gran maestría». A continuación, apostilla: «Espero que Hitchcock no fuera un visionario».

Pero no todas las historias te dejan mal sabor de boca. Una amiga mía ibicenca conoce a una gaviota que se ha integrado en una colonia de gatos a la que da de comer. Me cuenta que es increíble verlos compartir corro cada noche en torno a un cuenco. He aquí a una gaviota que con tal de alimentarse interpreta ser un gato. ¿Quién lo diría? La realidad de los hechos nunca es lineal si los dicta la inteligencia, algo de lo que van sobradas estas aves, nos guste o no.

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