Diario de Ibiza

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Andrés Ferrer Taberner

A pie de isla

Andrés Ferrer Taberner

Madrugada con gaviota

Dos de la madrugada, el centro de Ibiza de un día cualquiera de un verano de tantos. En el suelo, junto a una papelera vacía, veo una bolsa de plástico cerrada con un nudo simple en sus asas. Oculta algo grande y plano en su interior. De pronto, una gran gaviota se posa a su lado y permanece estática como una veleta sin brisa en las venas. Su pico me apunta, sus ojos, ¿quién puede saberlo?; las aves cifran la incógnita última de sus intenciones en su mirada oblicua. No obstante, me doy por aludido y desde el banco que estoy sentado en frente la observo con curiosidad de biólogo jubilado. Repentinamente rompe su quietud emplumada y traza círculos rítmicos a saltitos alrededor de la bolsa. ¿Es danza nupcial o cacería? Empieza a interesarme de verdad el bicho. Para mi sorpresa, de un salto engancha las asas anudadas de la bolsa y comienza a tirar de ellas con su pico. Al principio los fuertes tirones logran desplazar el bulto de plástico en el suelo. «¿Así hasta su refugio?», me pregunto. Pronto compruebo que ésta es más lista que el Juan Salvador Gaviota aquel de mi adolescencia, que la literatura tenga en su gloria, pues no busca llevarse la bolsa sino abrirla. En efecto, esgrimiendo a derecha e izquierda su pico con la destreza vertiginosa de un florete en duelo, consigue desatar −que no romper− el nudo. ¿Quién necesita manos en teniendo pico? (ya que me remonto a los tiempos de capas y espadas, pongo los gerundios en hora). Mi expectación aumenta al punto de inclinarme hacia delante en mi asiento para no perder detalle de este pájaro e incluirlo en mis memorias. La función sigue, las palomitas se acaban. Acto seguido mete la cabeza dentro de la bolsa y saca con ese pico hábil de pista de circo su misterioso contenido. He aquí que aparece la típica caja de cartón de una pizza gigantesca, la familiar, la que logra matar a toda la parentela de una sola tacada de grasa. Me quedo de piedra ante la pericia de mi alado visitante. ¿Será Zeus disfrazado, con hambre de pizza esta vez? Abrir la caja a continuación no le supone a la gaviota mayor problema que a mí destapar una cajita de Juanolas. Echo mano del móvil para inmortalizar el momento pero no soy lo suficientemente rápido, ella se me adelanta. Abre la caja con dos toques sutiles de pico y en un instante se ‘aprieta’ entre pecho y espalda unos monumentales trozos sobrantes de pizza. Luego me vuelve a apuntar con su pico, como diciendo: «Y ahora vas y lo cuentas». Finalmente suelta una especie de ‘erupto-graznido’ imposible de reproducir con voz humana («se conoce que le ha hecho provecho al pajarraco», habrían dicho en mi pueblo), y levanta triunfal el vuelo hacia la cumbre de Dalt Vila, su Olimpo particular. Móvil en mano, miro alrededor como un tonto por ver si alguien más ha presenciado este prodigio, otra prueba de la adaptación evolutiva de una especie que cada vez vive menos del mar y más de la marea humana que invade la tierra. Pienso que lo que acabo de presenciar bien podría ser objeto de ponencia en un congreso de ornitología.

Siete de la tarde en la explanada del castillo de Dalt Vila de un día cualquiera de un verano de tantos. Ha pasado casi una semana desde lo de la pizza. Fíjate tú que aquí ahora no estoy sentado en un vulgar banco, sino mostrando vistas de la ciudad y del mar a unas amigas que acaban de llegar de Valencia. La tarde es espléndida, todo es armonía y gorjeo de labios en el hablar de la gente que pasea a orillas del crepúsculo ibicenco, con Formentera al fondo. Diríase que jamás se ha derramado una gota de sangre sobre la isla. De súbito, la tarde se tiñe de rojo. Se oyen gritos de algunas turistas. Una gaviota ha atacado a una paloma en el suelo y la está matando a picotazos ante el estupor de los presentes. Las plumas de ésta se cubren de tripas. Un pico de gaviota abría días atrás una caja de pizzas. Ahora otro trincha la carne de una presa. ¿Mañana? Con sonrisa helada, una de mis acompañantes me dice irónica: «Ibiza, qué buen rollito».

«Gaviotas en el huerto, temporal en el puerto», repetía un refrán en mi infancia en alusión a cuando ocasionalmente estas aves marinas buscaban en tierra lo que no obtenían del mar. Pero ahora lo ocasional se torna permanente. Las gaviotas cada vez interactúan más con el hábitat humano. Incluso llegan tierra adentro; se calan la boina. Esta estrategia las lleva a expandirse, tanto en la península como en las islas. Se alimentan hoy en campos y ciudades, con nuestras basuras, nuestras pizzas y nuestras palomas. Han dejado de ser ese jirón de espuma de las olas rotas, que escribiera el poeta mejicano José Juan Tablada, para convertirse en pájaros imitando el vuelo de un hombre, tal como las define el escritor y pintor Santiago Rusiñol (recomiendo el ‘Diccionario Lacónico’ de Miguel Catalán, una magnífica selección de definiciones cortas).

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