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Ánxel Vence

Políticos que quieren ser modistas

Kim Jong-Un, heredero del trono en ejercicio, acaba de prohibir el uso del pantalón pitillo y determinados tipos de peinado en sus dominios de Corea del Norte. Asegura el monarca reinante de la dinastía Kim que esas extravagancias capitalistas y decadentes chocan con la sobria y hasta recia moda indumentaria autorizada por el régimen. Estilista de masas nos ha salido el penúltimo líder estalinista del Universo.

No es Kim el único mandamás tentado por la idea de convertirse en un nuevo Petronio, como el famoso árbitro de la elegancia en la Corte de Nerón. Otros estilistas del poder fijaron en su día el “dress code” por el que deberían regirse sus ciudadanos de manera políticamente correcta.

Incluso en España hay algún partido que sugirió a sus militantes en un protocolo interno de hace años la necesidad de huir de la sexualización que obliga a las mujeres a ir por ahí luciendo palmito y “primorosamente arregladas”. No es exactamente un código de vestimenta, pero se le parece mucho en la medida que “arreglarse” incluye el vestido, el peinado, el maquillaje y los complementos.

Puede parecer excesiva la idea de decirle a la gente cómo debe ataviarse, pero nunca está de más fijar ciertos límites. Empieza uno -o una- por entregarse a los dictados de la moda capitalista y bien pudiera ocurrir que tal relajamiento le lleve a aburguesarse y perder las ganas de meterle un piolet en la cabeza a Trotsky.

Esta afición a marcarles tendencia indumentaria a los miembros de la nación y/o del partido no es, en realidad, cosa nueva. Si ciertos regímenes fascicomunistas se llaman totalitarios es, precisamente, por su tendencia a abarcarlo todo y regular hasta el más mínimo comportamiento de los súbditos.

Conocida era, por ejemplo, la tirria que el franquismo le profesaba a los escotes y, en general, a cualquier vestido que dejase a la vista más carne de la permitida por el régimen, que era más bien poca. Algún ministro del Caudillo, santo varón, llegó a censurar la publicidad en la que se exhibiesen trajes de baño “con señora dentro”. (Algunas décadas más tarde, cierto es, el feminismo más revoltoso e involuntariamente mojigato incurrió en parecidas exigencias de censura).

El más minucioso en este aspecto fue Mao Tse Tung, un genio de la moda que da su nombre -el llamado “cuello Mao”- a una parte del traje obligatorio con el que uniformó a mil millones de chinos, o por ahí.

Era una especie de clergyman proletario que dio a las calles de la República Popular la engañosa apariencia de ser un país repleto de curas. Después vendría la milagrosa conversión de China al capitalismo bajo el mando de un Partido Comunista algo sacrílego que, entre otras herejías, permite a sus súbditos vestirse más o menos como les venga en gana.

Frente a ese intolerable desviacionismo, el norcoreano Kim Jong-Un sigue velando por las esencias y va por ahí prohibiendo peinados -el “mullet”, por ejemplo- y fijando la ortodoxia en el largo y ancho de pierna de los pantalones. No ha determinado aún, como los sastres antiguos, de qué lado deben cargar sus atributos los usuarios del pantalón; pero todo es cuestión de darle tiempo.

Mucho más moderados, otros se limitan a sugerir a las señoras que no se arreglen en exceso. Cuánto modista se ha perdido en la política.

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