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Pilar Garcés

Una masacre familiar

«El acto de terrorismo machista de que han sido víctimas Warda y Mohamed merece algún replanteamiento de las políticas contra la violencia de género: es inaceptable decir que el sistema de protección ha funcionado»

Una joven madre embarazada y su hijo de siete años asesinados ahí al lado, en sa Pobla, en Mallorca. Warda y Mohamed. Tres corazones parados con violencia extrema. Ella había denunciado dos veces, y obtenido una orden de alejamiento contra su exmarido que ya no estaba en vigor. Superando todo el miedo y sus circunstancias difíciles para retomar una vida segura, había actuado. Pero colocó un escudo demasiado fino y demasiado breve contra su verdugo, y no consiguió ponerse a salvo, ni tampoco a su niño. Matar a una mujer de 28 años y a un crío está al alcance de cualquier salvaje, no hay que ser especialmente listo, ni especialmente fuerte. Solo cobarde y malo. La noticia no ha durado ni doce horas en los titulares nacionales. Enseguida le han pasado por encima otras guerras, avalanchas migratorias o la muerte de un artista de alma delicada. Warda y Mohamed, una pequeña familia con el bebé en camino, masacrada en la cocina de su casa el fin de semana.

No más minutos de silencio que añadir al silencio que dejó el ataque despiadado, un acto de terrorismo machista a la vuelta de la esquina que no debería dejarnos dormir en este largo toque de queda que no añade un gramo de seguridad a quien más la necesita. Incluso en estos momentos de crisis sanitaria, donde tantos problemas se han relegado y tantas soluciones se posponen, las mujeres de nuestro gobierno deberían enviarnos algo más que un tuit desconsolado: dinero contante y sonante, recursos, protección para las amenazadas. Esto es insoportable. Hace unas pocas semanas, el estado corrió a poner escolta a los candidatos a la presidencia de Madrid al detectarse una serie de amenazas por carta a políticos. Bien. Exijamos escolta para las mujeres que denuncian malos tratos y tienen miedo. Exijamos abogados, refugios y seguimiento, dinero para su construir su independencia. No es posible que una orden de alejamiento caduque como un yogur sin que la intimidación haya desaparecido, y nos digan que el sistema ha funcionado de maravilla.

El colegio de sa Pobla avisó de que su pequeño alumno de primaria no había acudido a clase varios días, y sabedor de que la madre había cursado una medida de protección alertó a la policía. El compromiso demostrado por este centro me devuelve la fe en que algo sí se puede hacer para detener la violencia que sufren mujeres y niños: abrir los ojos. Otros estamentos deberían observar su ejemplo. No hace mucho he terminado de ver la serie danesa ‘Que viene el lobo’. En ella, la redacción para la clase de lengua de una adolescente, en la que relata con vivida crudeza un episodio de malos tratos, pone en guardia a su profesor que no la considera una fantasía, y es él quien echa a rodar una maquinaria de acción social que ya no se detiene. Todo el sistema rodea desde ese momento a la familia, hasta verificar si los niños están seguros con sus progenitores, en un retrato perfecto de la extrema dificultad que comporta esta tarea en muchos casos. Sin ánimo de destripar una ficción alejada del maniqueísmo, que expone los puntos de vista de un modo que impide determinar a la primera de cambio quién tiene razón, sí que se puede decir que las cosas no tienen que acabar siempre como lo han hecho para Warda y Mohamed. Se deben detectar los peligros y ayudar a las potenciales víctimas, sin descanso. Se puede intervenir, si hay medios y voluntad para hacerlo.

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