Mi hijo ha comenzado a afeitarse con la maquinilla eléctrica Philips que heredé de mi padre. Debe de tener casi cincuenta años, pero nunca ha dejado de funcionar. Viene de esa época en la que no existían los chips de obsolescencia programada. Le veo cogerla con sus manos de adolescente, que son mis mismas manos de adolescente y que también heredé de mi padre, aunque las mías sin los nudos y callos del trabajo en la vía con las pesadas garras de las bateadoras. Cuando nació Dani el señor Felipe llevaba varios años muerto, así que siento que si no escribo esto nunca sabrá que tiene las manos y la maquinilla de su abuelo. Como yo no sé si mis manos son las del abuelo Enrique, al que no llegué a conocer y del que el único recuerdo que tengo es una foto sepia que vi hace años, en la que sale orgulloso a bordo de su locomotora de La Robla, cubierto con una boina y con su chaqueta de cuero de ferroviario. Me gusta pensar que hay un hilo que nos une, aunque sea el cable retorcido de la Philips.
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