La democracia es la política del ladrillo. El entonces ministro Borrell intentó frenar la sumisión a los constructores previo pago de comisiones, con tanto éxito como al visitar Moscú para lograr la vacuna Sputink. En esta fase tardía de la eterna transición, los políticos más llamativos se exhiben con un adoquín, en plan dialogante calavera de Hamlet o monolito de Kubrick. Para enarbolar una piedra no sirve cualquier dirigente, porque la maniobra tiene peor pronóstico que una vacuna de AstraZeneca. La carrera de Albert Rivera se truncó con una baldosa en la mano, lo cual no ha frenado secuelas a cargo de Díaz Ayuso y Santiago Abascal, ayer mismo.

Ha de ser emocionante meter un adoquín en la maleta antes de ir a trabajar. Empaquetado junto a los smartphones, ultratech en el caso de Vox. La noticia es que Ayuso ha sobrevivido al exhibicionismo pétreo, en Abascal se advertía una comunión tan íntima con su hermana piedra que parecía exhibir un fragmento de sí mismo. O una reliquia de Franco petrificado. Se detecta una correspondencia honda entre la personalidad del porteador de ladrillos y el modelo elegido. Rivera optó por un mineral de diseño, frente a la piedra ofuscada de la presidenta madrileña y al paralelepípedo simplón del líder de la ultraderecha moderada.

Abascal subió a la tribuna del Congreso a denunciar a «los terroristas que lanzan adoquines a las familias», logrando un equívoco efecto cómico, pero en esta pulsión de los políticos españoles cabe consignar que agarrar un ladrillo conlleva la tentación de usarlo. Se trata de la estricta aplicación dramática del principio de Chéjov, según el cual una pistola que aparece en escena debe ser utilizada durante la función. En efecto, nadie agarra un arma de fuego sin la hipótesis de dispararla, y el presidente de Vox alardeó sobre «qué ocurriría si nosotros respondiéramos de la misma manera, si devolviéramos los adoquines». Era un recurso retórico, pero seguía empuñando un misil.