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Juan Gaitán

La última columna

Se escribe para ser inmortal, para perdurar, para ganarle la partida al tiempo. Para vivir y sobre todo para sobrevivir se escribir, y luego uno espera que una columna, un poema, una novela, perdure y diga tu palabra “ese día en que la vida se te escape por la boca…”, como cantó Antonio Martín.

Escribo esto justo después de leer la última columna de Jorge Martínez Reverte, publicada cuando ya llevaba veinticuatro horas muerto. La columna le ha vivido siquiera un día más, ese día que aconsejaba César Vallejo que debíamos guardar “para cuando no haya”.

En este oficio sucede a veces que te sobreviven tus palabras, que apareces hablándole a la gente desde la columna cuando ya no estás en ningún sitio. Les ha ocurrido a muchos. Dicen que Francisco Umbral gastó su último aliento intentado dictar un artículo con trazas de poema y que sus últimas palabras fueron “uvas doradas, punto”. No es tan malo morirse tratando de cazar al vuelo un artículo. No sabemos nunca cuál va a ser el último, y tal vez por eso nos dejamos la vida en cada uno. Umbral lo hizo. Umbral se murió pensando en la columna, y no fue una rareza en el oficio. Quizás también me ocurra a mí algún día como a él, como a Martínez Reverte, que me muera en el tránsito angustioso que va desde que envío la columna hasta que usted la puede leer, quizás un día como hoy, en que la primavera ha abierto de par en par las ventanas y en las calles hay un rumor de azahar que viaja un poco alborotado por el aire, llenándolo todo de una vida nueva que apenas podremos disfrutar porque casi no podemos salir de nosotros mismos.

Probablemente sea por nuestro bien, pero en estos días, precisamente en estos de Semana Santa, creo que vamos a acusar un poco más la desesperanza. Son días para andar por ahí, quizás buscando una escalera lo bastante firme para poder subir a ella “a quitarle los clavos a Jesús, el Nazareno”, como viene haciendo mi gente desde hace siglos. Que yo recuerde, nunca he sentido esa devoción que impulsa a mi pueblo a echarse a la calle y mecer a un Cristo en una plaza o llorar ante una Virgen, contagiado de su dolor y de su ternura, pero tal vez precisamente porque no puedo lo echo de menos esta mañana, mientras escribo la columna y me dejo, como siempre, la vida en ella, porque en algún lado, es inevitable, hay que dejársela.

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