Confío en que la clase política que nos desasiste en circunstancias tan dramáticas de la historia reciba algún día el castigo que se merece. En una democracia solo puede ser el de la indiferencia y el ostracismo. Toda ella, me refiero a la clase política, se ha dedicado a zascandilear en vez de a la gestión eficaz de los problemas que afligen a los ciudadanos. Empezando por la propia Arrimadas, que todavía no hace mucho criticaba el juego frívolo de sus adversarios y poco después, sin percatarse de lo que iba a ocurrir, se prestaba al juego de tronos de la Moncloa mostrando un desprecio absoluto por los intereses generales y una simple preocupación por los de los diputados de un partido a la deriva. Ella en cabeza de los suyos.
Pero si tuviéramos que señalar al alguien, entre todos, el paradigma del enredador profesional sin ningún tipo de provecho para el bien común sería Pablo Iglesias, que se ha apuntado a la batalla de Madrid poniendo como excusa a Isabel Díaz Ayuso, pero con el fin primordial de no perder todavía más su deteriorada posición en la izquierda y continuar con la estrategia de agravios a su socio de Gobierno, Pedro Sánchez. Tras rechazar la candidatura conjunta, la aspirante del partido de Errejón ha hecho bien en recordarle que Madrid no es una serie de Netflix. La presidenta de la comunidad madrileña, también, al declarar que España le debe una por haber sacado de la Moncloa al zascandil número uno de la política nacional. En el palacio presidencial es posible que hasta los bonsáis agradezcan perderlo de vista.
Pero eso no significa que
el personaje que más ha utilizado la política banalmente para sus fines personales resulte un ser inocuo a la hora de espolear al electorado madrileño. Creo que tanto él como Díaz Ayuso tienen capacidad no solo para movilizar a sus votantes, sino a los del adversario. Quien mayor rédito saque de esa polarización invertida ganará.
