Diario de Ibiza

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Probé por primera vez la leche embotellada durante los Juegos Olímpicos de Los Ángeles’84. La España de Corbalán, Epi y Fernando Martín disputaba la semifinal de baloncesto contra la imbatible Yugoslavia de Petrovic de madrugada y los García-Retana, unos veraneantes madrileños que alquilaban la casa del principio de la calle, invitaron a verlo a la chavalería del barrio. Cuando ya estábamos ante la tele, la madre llegó con una botella blanca y sirvió un vaso de leche fresca a cada uno. Me quedé alucinado. Sólo había visto eso en las pelis americanas, pero me callé para no parecer el paleto que era. Qué decir de aquella bebida suave y dulce. No tenía nada que ver con la de sabor potente y olor agrio que iba a buscar con la cántara a la vaquería de los Jueces -que mantenía el característico olor a bosta del vecindario- y que mi madre hervía y hervía para eliminar bichos y sacar sus buenos dos dedos de nata pegajosa. Me pareció lo más, el Everest de la modernidad. Pasé el invierno siguiente intentando convencer a mi madre, sin éxito, de las ventajas de la leche pasteurizada. El otro día estaba ante el lineal de pseudolácteos del supermercado: soja, avena, espelta, chufa, almendra... y recordé aquella medalla de plata, que fue la leche.

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