Diario de Ibiza

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Pilar Galán

Río revuelto

La mayoría de los que dicen manifestarse en favor de la libertad de expresión y en contra de la condena de alguien de cuyo nombre no quiero acordarme, no han saqueado librerías, tiendas de alimentación ni museos. Algo querrá decir eso, pero a quién le interesa averiguarlo. La mayoría de los que dicen manifestarse en favor de la libertad de expresión se citan en calles comerciales, quizá después de un paseo para ir eligiendo la marca de zapatillas que se quieren llevar o cualquier objeto que siempre les haya parecido inalcanzable.

Más tarde, cuando los pacíficos o los que creen de verdad que aquí se trata de libertad y no de otra cosa se han ido a acostar o han sido echados del grupo, los pseudorevolucionarios comienzan su cruzada contra el lujo. Un adoquín les sirve de llave al paraíso del que se sienten excluidos. Tampoco yo puedo permitirme vestir con marcas de lujo, pero todavía no me ha dado por apedrear escaparates, meterme en la tienda y arrasar con todo. Van contra el capitalismo, dicen, pero no defienden a los obreros de las fábricas ni ayudan en los comedores sociales. Que están hartos del sistema, aclaran. De que no se pueda criticar ni amenazar de muerte ni hacer bromas con tiros en la nuca. La libertad de expresión de la que hablan es cómoda, casi maleable. Quizá sería más difícil y también más valiente ejercerla en países donde el resultado puede ser el mismo tiro en la nuca que ellos defienden ahora. No, no somos todos este personaje de cuyo nombre, ya digo, no quiero acordarme. Quienes incendian la calle y rompen escaparates para salir con unas deportivas en la mano me recuerdan a aquel que destrozó una tienda de Cáceres en plenos disturbios por los cierres de los bares. Se empezó protestando pacíficamente y también se acabó en saqueos. Tampoco robaron museos ni se llevaron libros a espuertas, a lo mejor porque tanto entonces como ahora, la cultura les importaba más bien poco. O a lo mejor es que el hartazgo de la pandemia nos sirve lo mismo para justificar una fiesta clandestina, un botellón de irresponsables o una ciudad de contenedores y tiendas arrasados en beneficio propio. La política era otra cosa, lo relacionado con la ciudad, no con el individuo y su beneficio. Y la libertad de expresión también era otra cosa. Mientras, el tejido social se desmorona, las diferencias son cada vez más palpables, y crece el voto radical. Al menos todavía no han quemado libros ni cuadros, pero todo se andará. Si algo nos ha enseñado la historia es que la burricie y la violencia dirigida convierten a las personas en rebaños previsibles, todo lo contrario de seres libres que razonan. Pero qué más da, si se pueden robar zapatillas de lujo y camisas de marca en medio de ríos revueltos y ganancias de pescadores.

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