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A veces se fuma uno la tarde. La tarde te la puedes fumar con filtro o a pelo y grandes bocanadas, como si fuera la última tarde, el último cigarrillo o suspiro. También puedes no fumar, que es lo correcto, pero si tienes el hábito muy acendrado al no practicarlo se te puede pasar la tarde sin aspirarla, o sea, sin olerla. Como si fuera una tarde más, tarde anodina, perdida, tarde sin ocurrir y sin historia. No conviene. No conviene perder nunca una tarde. Una mala tarde la tiene cualquiera es frase acuñada por mañanistas o mañaneros. Tal vez cantamañanas. El buen vespertino no tiene una mala tarde, dado que las tardes son largas, oblongas, no rectilíneas y ahora por finales de febrero cada vez más largas. Por lo tanto más jugosas, llenas de pulpa y posibilidades. Incluso en pandemia. Da tiempo a pasear, a desentrañar un soneto, a merendar atún y cerveza, a escribir una carta desnudo, a coser un cojín, cantar por Raphael, torear series e incluso tararear canciones de los ochenta en el ascensor, que ahora es siempre un sitio para solitarios. Las conversaciones de ascensor han muerto. Y nadie las ha enterrado ni les ha deseado que la tierra les sea leve o que vayan al cielo. No te olvidamos, conversación de ascensor, pero tenemos que ir solos por culpa del virus. No falta quien hable solo, claro. Solo un rato. Tal vez a la caída de la tarde, solo en casa, sintiendo el aliento del aburrimiento. En la tarde se deben derrocar pleonasmos y tender la ropa y decir no sé cómo manchamos tanto en esta casa; preparar un bloody mary andaluz, o sea, zumo de tomate con algo de manzanilla o fino. La tarde es el prólogo de la noche, que siempre fue interesante y cómplice y que ahora es la nada: insomnio o ronquido. Garitos cerrados. Toque de queda. Imposibilidad de nocturnez. Tenemos que convivir, ‘condormir’ con nuestros fantasmas, a los que antes a veces dejábamos borrachos en el bar para irnos nosotros, ligeros de equipaje, a dormir. Para pasar luego la mañana también durmiendo y resucitar a la tarde. Que se abría con un almuerzo. Como cuando éramos adolescentes y nos levantábamos a las tres un domingo. De ahí a la mesa. A musitar «por ahí» cuando te preguntaban dónde habías estado la noche antes. De ahí al sofá, a contestar «con esta gente» cuando te inquirían acerca de tu compañía. Tarde pensando en las musarañas luego. Combustible para los sueños.

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