En un año normal (y no digo bueno porque llevábamos un ritmo insostenible), Vila estaría a punto de convertirse en un hervidero de obras ante una temporada entonces tan cierta como que el sol sale cada mañana o que los políticos nos escupen cada día una noticia sonrojante. En un año normal, al pasear por la Marina, Dalt Vila o el Eixample, uno se preguntaría qué novedad nos depararía cada obra, qué abriría en lugar del negocio tradicional (una tienda de ropa de una multinacional es una apuesta segura, y así de sosa e impersonal luce la ciudad). Este año, diferente a cuantos hayamos vivido (peor lo tuvieron el siglo pasado con una Guerra Civil y nada menos que dos mundiales) nos preguntamos simplemente quién tendrá agallas para siquiera iniciar trabajos de preparación para subir la persiana, no ya para reformar o mejorar. Mientras el azul del mar y del cielo es cada vez más claro y limpio por nuestro confinamiento económico y nuestros bolsillos y semblantes se tornan más oscuros y siniestros, el año avanza pendiente de posibles cepas y vacunaciones masivas que no llegan con la incertidumbre de si tendremos un verano decente. No es un año normal, es diferente. Y acabará sin que aprovechemos la coyuntura para sentar las bases de un futuro sostenible.