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Pilar Garcés

Los delitos de Pablo Hasél

Cabe preguntarse si cuando la policía acuda a casa del rapero Pablo Hasél y se lo lleve a la cárcel por espacio de nueve meses y un día, viviremos en un país mejor y más seguro. Imagino que quienes han dado el callo duramente para encerrar al músico por unas rimas y cuatro exabruptos deben pensar que sí. Que han librado a la sociedad de un peligro mayor que los explotadores sexuales de niñas tuteladas por el gobierno de Mallorca, los crímenes machistas o los políticos corruptos que se gastan el dinero público en sus chanchullos, por citar ejemplos de asuntos investigados con menos fervor. Sin embargo, bastaría con no escuchar al airado artista en YouTube, bastaría con no leer sus tuits ni sus libros, para quedar inmunes a la amenaza que representa, por lo que podemos colegir que las altas instancias judiciales de nuestro país lo que en realidad están protegiendo es su propio poder de decidir qué se dice y qué no se dice, a riesgo de acabar entre rejas. Porque de hecho pueden. Suya es la última palabra mientras siga en vigor la ley que permite perseguir por lo penal opiniones determinadas sobre instancias sobreprotegidas que no cuidan demasiado su reputación en los últimos tiempos, y que difícilmente inspirarán sonetos a la decencia y a la integridad. Enaltecimiento del terrorismo e injurias contra la Corona y las instituciones del Estado son las culpas de Pablo Hasél, aunque ya no exista ETA, aunque la ejemplaridad del fugado don Juan Carlos I esté siendo investigada por un fiscal en medio de un enorme escándalo social. Aunque en el Gobierno haya una coalición de izquierdas que está dejando para pasado mañana reformas legales espinosas, como la del código penal en delitos que atañen a la libertad de expresión o la reforma laboral. Aunque en Europa nos hayan sacado los colores unas cuantas veces a cuenta de esa ansiedad por proscribir el pensamiento disidente hasta sus últimas consecuencias. Del dicho al hecho no hay ningún trecho, tenemos un sistema que pone a buen recaudo las obras de ficción mientras los peligros reales acechan. Todo en orden.

Doscientos cantantes, actores y artistas que nos gustan han firmado una carta en protesta del encarcelamiento y el afán de silenciar a otros que no nos gustan. Porque la libertad de creación no puede depender de los gustos, ni siquiera de los mayoritarios. Vayan sus versos del amor fallido, de la maternidad o de la primavera, sienten en el cogote el aliento de los censores, que suelen tener tiempo y medios para llevar sus filias y fobias hasta las últimas consecuencias. Es difícil ser creativo cuando por un lado tienes la ruina pandémica y por el otro la posibilidad de que el delirio ajeno confunda tu rima de crítica social, fea y de mal gusto si se quiere, con una confabulación violenta para cometer un atentado. Ya ni hablamos de la capacidad del público, educado y formado, de escoger qué mensaje compra y cuál no, de distinguir lo real de la alegoría, de su derecho a tener acceso a una pluralidad de ideas y referencias, que le fascinen o le repugnen, que le hagan reflexionar. Prefiero el impacto momentáneo de escuchar desbarros y groserías en un rap, en las redes sociales o en uno de los realities de la tele que generan audiencias millonarias, a oírlos de repente en sede parlamentaria y no saber cómo han llegado allí.

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