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Mercé Marrero Fuster

Los dos apellidos, aunque no sean vascos

Su nombre?». Mercè Marrero Fus…. «Basta que me dé el primero». Una empieza llamando a un dermatólogo para la revisión anual de pecas y lunares y acaba meditando sobre la importancia del segundo apellido. El de la madre. Una meditación, al fin y al cabo, sobre quiénes somos y nuestras raíces. Una simple llamada telefónica puede dar mucho de sí.

Hay personas que sienten que son aquello a lo que se dedican. Son camareras, abogadas, escritoras o conductoras. Yo, que, a estas alturas, aún me sorprendo pensando en lo que me gustaría ser de mayor, creo que lo que de verdad somos va más allá de nuestro oficio. Hay mujeres que ceden el espacio de su primer apellido para convertirse en señoras de alguien. Será porque he sufrido desamores, pero me apenaría despojarme de esa parte de mi identidad en favor de otro, por muy enamorada que esté. Siento una desazón parecida al escuchar a alguien presentar a su pareja como su esposa o esposo. El otro día se lo oí decir a un hombre que, curiosamente, no había nacido en el siglo XIX. Imaginé a la pareja unida por un grillete irrompible y tuve que respirar hondo varias veces.

Soy de las que ponen el nombre en la agenda, en los libros y libretas nuevas. Mi nombre y mis dos apellidos. Hago lo mismo en los manuales de mis hijos y, si no caben, pongo ambas siglas. Creo en los símbolos y, por eso, escribir Fuster es mi manera de rendir homenaje a las tardes de otoño en la casa de mi familia, a las afueras de Manacor. Mi madre, abuelos y tíos nos atiborrábamos de caquis y naranjas. Allí probé los caracoles por primera vez y allí vi cómo un gallo montaba a una gallina, con una brutalidad e indiferencia que me quitó el sueño un par de noches. En mi segundo apellido están las veladas en las que esperábamos que mi abuelo volviera de pescar. Llegaba con una camisa salpicada de tinta y un cubo cargado de calamares que cambiaban de color mientras les incordiábamos con un palo. La olla de barro donde los cocinaba mi abuela, los ajos y el chorro de aceite de oliva también están ahí. Como las glosas de Sant Antoni o las tardes de pesca con caña y gambita. Están las mañanas en las que mi madre me acompañaba a la clase y se iba a enseñar a los mayores, la ilusión que me hacía escuchar su llave en la cerradura de casa y la tranquilidad que sentía cuando me daba las buenas noches. En mi segundo apellido están la comprensión, la paciencia, la incondicionalidad y la aceptación. Y las excursiones a la playa con trempó y bocadillos de sobrasada. Mi nombre completo es rendir tributo a Ca’n Fernando, la tienda de telas que mis antepasados fundaron en 1763 y que hoy gestiona mi tía, sexta generación. Un reconocimiento al esfuerzo y a las horas que dedicaron a cuadrar números en el despachito de la trastienda.

Llego a la cita con el dermatólogo. En la recepción me piden que les recuerde quién soy. «Con el primer apellido basta», dicen. Y yo, que ya sé que es suficiente con solo uno, les pido que añadan el segundo. Que a ellos les basta, pero a mí no.

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