En un vuelo de vuelta a la isla (qué tiempos aquellos en los que solíamos viajar), el avión no podía tomar tierra y permaneció durante un buen rato suspendido en el aire. Recuerdo que desde la ventanilla veía con nitidez la costa de Sant Antoni. Era un día radiante de verano. En todo el tiempo que el aparato sobrevoló la isla mientras esperaba aterrizar, me sentí como debe sentirse un astronauta, perdida en el espacio y en el tiempo. Qué lejos parecía quedar todo, incluidos mis problemas. Fue una sensación extraña, como de estar y de no estar a la vez en el mundo, una especie de Rita de Schrödinger. Desde hace un año, cuando comenzamos a verle las orejas al coronavirus, me siento también algo perdida. Los meses pasan, pero, a la vez, cada día parece el mismo. Soy Bill Murray atrapada en el tiempo, pero sin un bar donde ahogar las penas. El exceso de información, la caótica gestión política, las conversaciones en torno al monotema, el semiconfinamiento que nos ha dejado sin amigos ni viajes para ver a la familia y la ruina que nos acecha nos han comido la moral. La vacuna es la gran esperanza, pero la torpeza de Europa y la jeta de muchos gobernantes nos impide ver la luz al final de este túnel. Mataría por volver a aquel avión. Perdida, sí, pero feliz.