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Pilar Ruiz Costa

El vals más triste del Titanic

Me he despertado esta mañana de un sobresalto, aún sin saber dónde estaba, sujetándome el brazo con la sensación nítida de que me habían vacunado. Si alguien está pensando «pues qué suerte», no, no, para nada. Será que soy buena persona —en vez de JEMAD, consejero, exconsejero, político, mujer de político...—, pero hasta que he comprobado que no había marca y todo había sido un sueño, qué disgusto, ¡qué disgusto!

Y ya está. No quedan dudas: esto es un barco que se hunde, pero qué caramba, que se salven los ancianos y los niños primero...

Hace unos años, en el 2012, visité Southampton, de cuyos muelles, hacía exactamente un siglo, zarpó el Titanic. En el East Park se encuentra el Titanic Memorial, un monumento a los tripulantes que «resistieron como hombres, y mostraron al resto su concepto del deber y el heroísmo, permaneciendo en sus puestos». Nótese el retintín en la dedicatoria: para ellos y no para los que abandonaron o descuidaron el puesto. Porque otros supusieron una mancha en el honor de aquel pueblo antaño orgulloso de sus marinos y que jamás pudo reponerse de la nebulosa de culpas sobre la responsabilidad real que tuvo la tripulación, especialmente el capitán, en la gestión del hundimiento. ¿Por qué se encontraba en una fiesta con los pasajeros de primera clase a pesar de los repetidos avisos de icebergs en el trayecto? ¿Por qué aquel hombre con 30 años de servicio no cambió el rumbo, ni aminoró la velocidad del crucero? Detrás de estas últimas decisiones, parece que las culpas se comparten con Bruce Ismay —presidente de la compañía White Star Line, propietaria del Titanic—, que se encontraba también a bordo de aquel viaje inaugural y que esperaba sorprender a la prensa llegando al puerto de Nueva York antes de lo previsto. A cualquier precio. Por cierto, Ismay sí se salvó en uno de los botes salvavidas, algo que aquella prensa internacional a la que esperaba impresionar le afeó por el resto de sus días refiriéndose a él como 'el cobarde Ismay'. En su defensa alegó que no vio más mujeres ni niños y que, caramba, también ayudó a remar el bote. Al menos él tuvo el decoro de salvar la vida en pijama y abrigo; otros lo hicieron disfrazados de señoras.

El equivalente estos días podría ser un titular de El País: 'La falta de supervisión favorece la picaresca con las vacunas'. Aunque, entre nosotros... yo no lo llamo 'picaresca'.

Pero la sensación de abandono también la tengo cuando el ya exministro de Sanidad, Salvador Illa, presenta su dimisión para entregarse al nuevo rol de candidato al Gobierno de la Generalitat. La ya exministra de Política Territorial pasa a su puesto y su vacante la ocupa el ya excandidato en una carambola tan perfecta como inoportuna. No me malinterpreten, hay mucho por resolver en la fragmentada Cataluña y entre las virtudes del candidato Illa destaco no haber perdido sus amables formas entre tanta violencia discursiva. En los tiempos que corren, es de agradecer. Lo que no me parece de pundonor es ceder el puesto de mando para marcharse a la cubierta de la fiesta de la Generalitat en uno de los puntos más dramáticos de la pandemia; con las cifras de contagios y fallecidos disparadas y los hospitales al borde del colapso. De las personas en general y de los políticos en particular valoro tanto el talante como el compromiso.

Illa se justifica diciendo que es un servidor público y «estoy donde creo que puedo ser más útil y donde me piden mis compañeros que esté». Que cada uno saque sus cuentas de si esta prioridad del exministro de Sanidad y sus compañeros apunta maneras sanitarias o electorales. Aún en la sala de máquinas del buque, el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad y principal colaborador de Illa durante este año, Fernando Simón, no se plantea dimitir porque «no le parece profesional abandonar el barco». Ocupa el puesto desde que el PP de Mariano Rajoy le designara en el 2012, algo que los relevos de la derecha no ignoran, pero sí obvian cada vez que piden su dimisión y que, por culpabilizar, hasta culpabilizan «de haber llevado a la muerte a 80.000 españoles». Veo a Simón y ha envejecido diez años en diez meses. Pero se queda.

Permítanme que les cuente de otro monumento. A escasos metros del Titanic Memorial, casi desapercibido, un mucho más modesto homenaje a otros que también mostraron al mundo una gran heroicidad permaneciendo en sus puestos hasta el final: los músicos. Sabiendo que el barco se hundía irremediablemente, siguieron, tocando el más triste de los valses, que es dar generosamente todo lo que tienes para dar.

Ya está, no quedan dudas: hace ya tiempo que el único que salió más fuerte de todo esto es el virus. Nos rodean los icebergs y si la prioridad de quienes nos tripulan no es cambiar de rumbo o aminorar la marcha... es hora de arriar los botes. Y yo, les diría que recen... pero es que entre los disfraces de señoras he visto vacunarse hasta a un obispo.

@otropostdata

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