Leía en una revista de Manos Unidas la entrevista a Moema Miranda, en la que afirmaba que la «pandemia no ha sido fruto de un accidente o de un desastre, sino el resultado, por acumulación, de la manera hegemónica en al que vivimos la población más instalada de la humanidad. Una manera que arrasa, contamina, concentra los ingresos y aumenta la fragilidad de la vida». Son afirmaciones muy duras. Pero muy ciertas.

De la manera en la que vivimos la mayoría de los que formamos esta sociedad no nos ha ayudado, con anterioridad, a descubrir aquello fundamental en la vida. Y los rebrotes pandémicos que vamos teniendo nos recuerdan que todavía no hemos aprendido lo suficiente. Que continuamos, cuando hemos sido capaces de vivir de otra manera, cometiendo los mismos errores.

Una pequeña minoría de la población mundial seguimos consumiendo y viviendo arrasando, contaminando, destrozando todo lo que toca€ y nos da la impresión de que otro estilo no es posible.

Los pueblos que habían visto como muchos de sus vecinos desaparecían para marchar a las grandes ciudades, vuelven para poder vivir dignamente y han podido experimentar que la calma y la paz, a pesar de las incomodidades, valen más que el dinero.

El volver al campo, el volver a la tierra, el cultivar, el cuidar de nuestro entorno es algo que vemos a nuestro alrededor y que también se esta recuperando en otros muchos países.

Esta pandemia está ayudándonos a descubrir al otro. Empezando por nosotros mismos, al otro que hay en mí. Tantas horas dedicadas a otros menesteres, tantos momentos teniéndonos que reinventar nos están ayudando a descubrir en nosotros mismos facultades que antes no habíamos puesto en práctica. Pero también nos están ayudando a descubrir a los otros, a los que tenemos al lado y que a menudo habíamos olvidado, empezando por los nuestros. Y a muchos les está ayudando a descubrir al Otro, la dimensión trascendental de la vida, nuestra parte espiritual que nunca deberíamos haber olvidado.