No me he podido reunir estas Navidades con las personas que quiero. Ni recuerdo la última fiesta. Donde voy, la mascarilla va conmigo. Hago lo que me aconsejan para evitar contagios y tengo la misma sensación de impotencia, hastío y estafa que comparte la mayoría de la población responsable ante la escalada de casos de covid en Ibiza. De los abuelos que no han salido de la residencia para estar con los suyos y de los que, en casa, han visto sacrificada la compañía de hijos y nietos. De los bares y restaurantes, ya al borde de la quiebra, que han invertido dinero y esfuerzos para garantizar la seguridad de sus clientes, mientras otros se la pasaban por el forro, y van y los cierran. De los empresarios y trabajadores que, tras la euforia inicial de la vacuna, ven peligrar la temporada y su sustento por la lentitud con que las ponen. De los sanitarios doblemente quemados... El Govern nos venía avisando de que nos esperaban «semanas duras» y aquí están. ¿Pero qué han hecho para impedirlo? Restricciones tardías y una ausencia de controles evidente para cualquiera que se pateara Vila. Se ha abonado la impunidad de los que todavía hacen como si esto no fuera con ellos, y ahora lo pagamos los de siempre. No, digan lo que digan, los culpables no somos todos. Es difícil hablar de culpa en la enfermedad, pero si alguien la tiene, son solo los que se portan egoístamente, y quienes han cerrado los ojos, permitiéndoselo.