En casa había un aparador color caoba que ocultaba el mueble bar con hierbas ibicencas, Veterano y anís del Mono y en los estantes, expuestos en perfecta simetría, juegos de café de cerámica pintada a mano —cada tacita con su platito—, rematados con un hilo de oro y copas de champán Pompadour con la forma de la teta izquierda —o no— de María Antonieta en cristal tallado. Iba a decir que aquellas joyas regalo de bodas, no se tocaban, pero no es del todo cierto que, cada mañana si no había colegio, me tocaba retirar una a una aquellas piezas para limpiarles el polvo y volver a colocarlas en su lugar exacto: con el asa a la derecha; con las flores en el centro. Mis hermanos no, que la fortuna les había sonreído con un pene y lo de la gamuza, ya se sabe —o se sabe que se sabía— era cosa de mujeres.

Y esa era la vida de aquellas copas. Quizá alguna vez, en alguna sobremesa de Navidad, con los tíos de visita, se sacaron con los turrones. No lo recuerdo. Quiero pensar que sí. Desde luego jamás se construyó con ellas una pirámide desbordando una catarata de champán —perdonen los puristas, pero por aquel entonces nadie decía 'cava', que sería lo mismo que haber llamado 'gin tonic' al 'ponme un cubalibre de ginebra'—, como en las películas de guateques que el televisor de madera nos mostraba, insinuando ya que había otros mundos, a pesar del blanco y negro, tan llenos de color. Las tazas, como las copas, no se tocaban, porque 'eran buenas'. Y lo que es bueno, ya se sabe —o se sabe que se sabía—: se puede estropear.

Y en casa de la vecina de al lado, a falta de tetas de cristal, el epicentro era una mesa camilla con brasero abajo y un mantel de ganchillo bien protegido por un hule. En aquella mesa vivían. Aquel era su mundo redondo, desde donde uno admiraba la labor, pero a la vez quedaba a salvo de las manos devastadoras del hombre.

Y en casa de la vecina más abajo, lo más preciado era un sofá de terciopelo protegido por un plástico transparente que, de todos modos —porque es mejor prevenir que lamentar—, tampoco se usaba. Se sentaban en el viejo justo enfrente, de manera que uno podía disfrutar a la vez de los guateques de las películas, adivinando los colores de los vestidos sin más límite que los de la imaginación, y de la visión de aquel sofá: el bueno, con la satisfacción de que no se toca, pero se tiene. Como los zapatitos blancos, como la esclavita de oro, como los pendientes de botón o el reloj de la comunión. Toda la vida viviendo a buen recaudo en alguna caja de algún cajón.

Esto no se toca. Aquí dentro no se juega. Eran unos tiempos aquellos del blanco y negro donde los niños estábamos condenados —bendita suerte la nuestra— a jugar a la intemperie: a saltar charcos, a pedalear de arriba abajo, a delimitar la portería con dos piedras y el centro del campo siempre a ojo y pegarle patadas a un balón tan compartido como ajado, porque si acaso teníamos la gran suerte de que los reyes magos nos trajeran otro nuevo, no se equivoquen: no se podía tocar.

Quizá por tantos años de esto no se toca, dentro no se juega, en el coche no se come, nos volvimos una generación asilvestrada. De caminar por la calle, más que agarrados, con la mano de tu novio amasándote una nalga y tan pancho; de pegarle un lametón al chupete que se ha caído al suelo y aquí no ha pasado nada; de beber a morro todos de la misma litrona; de la mancha de carmín en la camisa, de vino derramado de nuestras copas poco glamurosas sobre la alfombra y ya se limpiará mañana; de entrar a casa de la vecina con los zapatos puestos, por supuesto; del chupón en el cuello; de llenar de migas el sofá y de vaho las ventanillas del coche en un polvo impaciente; de llamar al camarero a los gritos; de la efusividad en el abrazo, qué la mano, aquí se dan dos besos; de saludar con pico y pala y de hacer la cobra que los hay que tienen la lengua y la mano muy suelta. ¡Ay, nosotros, tan latinos y tan nuestros! Y de repente, ¡zasca! Fuimos nosotros los de envolvernos en plásticos cual mesa camilla. Qué duro ir a parar al aparador del se mira, pero no se toca. Saludarnos a volantazos, como el portero que no tiene la más remota idea de por dónde le va a caer el penalti; hablarnos a los gritos, pero con mascarilla y tratar de adivinar si unos ojos nos sonríen tras los cristales empañados de las gafas de ver de lejos.

Volveremos a tocarnos, sí, pero a saber si será como antes. Si aguantaremos impávidas los dos besos de cualquiera o si se nos revolverán los ascos al vernos envueltos en el humo de un cigarro ajeno; si volveremos a mirar un cajero sin pensar cuánta gente habrá tocado eso. Pero sí creo que tras este año, más que de no tocarnos, ¡de tocar fondo dentro del miedo! Al menos durante un tiempo, no dejaremos copas para algún día. No habrá nada que valga posponerlo a ese mañana incierto. Si hasta miro estas huellas dactilares y estas ganas casi intactas y pareciera... que desarrollaron superpoderes para tocar el cielo.

@otropostdata