Acabo de escribir una postal a mi hijo que anda por alguno de esos lugares donde no se pueden recibir postales. Así que no se la envío. Pero le escribo. No puedo no hacerlo. La guardo, aquí, junto a las demás. Ya van tres Navidades y otros tantos cumpleaños. También otras escritas en alguna pausa en un café viajando por el mundo que me reenvío a esta casa en Madrid. Las guardo junto a las bolas de nieve que una vez me pidió de niño y aún le sigo comprando. Y no, no soy de comprar cosas en absoluto. Menos aún si voy de viaje, porque voy precisamente a eso: a viajar y en esta mínima maleta cabe lo que voy a necesitar durante meses, sea en el más sofocante calor o en el más gélido invierno. Poco más. Me gusta viajar, como vivir: ligero.

Eran muy pequeños cuando les conté por primera vez que iba a India y me pidieron que les trajera un juguete. La primera vez que les conté, quizá, que hay lugares donde los niños no tienen juguetes, ni zapatos, que es peor, porque jugar, juegas con cualquier cosa: construyen cometas, cachivaches que juntan hasta lograr que hagan ruido, pero ir descalzo es ir descalzo. Es más, es que la mitad de aquella maleta la ocupaban pastillas de jabón, lápices de colores, plastilina y, sobre todo, antiguos cuentos de cuando mis hijos eran pequeños. Aquella primera vez, alguno de ellos me preguntó cómo los iban a entender, si estaban en español, o en catalán y yo, desde la altura de sus ojos pequeños, les prometí que los entenderían. Así que, desde donde fuera en aquella primera ruta por Rajastán les escribía para contarles dónde había ido a parar tal o cual cuento: «Este para un niño que pide entre los coches y que debe tener la mitad de años que tú»; «este para una niña que vive en la calle y que cuida de su hermana aún más pequeña»; «estos para un grupo de niños que viven recogiendo basuras y se cuidan entre ellos, ¿os dais cuenta? Tienen familia porque se han creado una». Y les contaba cómo, sin importar el idioma, si abres cada página y les lees, señalando y haciendo muchos gestos, no solo entienden que Peter Pan vuela, sino que ellos mismos -todos y cada uno-, por un rato, son Peter Pan. O el Rey león. O los tres cerditos construyéndose una casa que ellos no tienen. Y les contaba del brillo de algunos ojos absortos en mi voz hablando raro, pero que les iba a desvelar lo que ocurría a continuación.

Y todas esas cosas, se las iba escribiendo en postales a mis hijos en nuestro idioma que se iba adaptando con la edad. Alguna postal se perdió en el camino y da lo mismo. Otras llegaron tan tarde que compartí su ilusión al recibirlas porque también las daba por perdidas. Alguna vez, si uno de sus amigos preguntaba: «pero ¿tu madre no está en casa?» cuando contaban que habían recibido una postal mía por Navidad, se encogían de hombros: «Sí, pero ella es así». Y lo soy ¡Vaya que soy así! Pero la culpa es suya por ser son como son. Y van ya tropecientos años escribiéndoles postales. Los mismos que contando cuentos con aspavientos o haciendo pizzas en forma de árbol de Navidad. O recogiendo caracolas nacaradas. O piedras espectaculares que encontramos en el camino y se guardan, como tesoros, junto a bolas de nieve y postales de Navidad y, con el tiempo, con esas otras reliquias, maravillosas, que ellos me trajeron alguna vez a mí: una cruz de plástico encontrada en un río en República Dominicana, un caracol del que un cangrejo ermitaño salió por patas en Cuba, una piedra encontrada a saber dónde solo porque tiene forma de corazón...

Ya nadie (o casi nadie) escribe postales. Si acaso un email o un whatsapp más o menos de copia y pega y, sin embargo, escribir ¡escribir! Aunque sea a uno mismo (o a otros, que tanto tiene de escribirte a ti), sobre todo en estas fechas... tiene una belleza especial. Una belleza parecida a la que guardan los finales que, como que te ordenan la vida para dejar paso a nuevos principios. Dijo el Papa Francisco hace unas cuantas Navidades: «La Navidad suele ser una fiesta ruidosa: nos vendría bien estar un poco en silencio, para oír la voz del amor». Y yo creo que ante el papel en blanco, ese silencio sucede. No importa el ruido que haya alrededor, si esperas lo suficiente, acabas escuchando lo que de verdad importa. Eso que de verdad es importante escribir. Lo mismo que en la playa, da igual los infinitos restos de conchas que forman la arena, si paseas en silencio, acabas inevitablemente descubriendo el cegador brillo de una pequeña caracola nacarada. Perfecta. O, no importa lo largo que sea el camino, si estás atento, te acaba llevando hasta donde estaba aquella pequeña piedrecita en forma de corazón.

¡Y claro que son cosas que quiero compartir y por eso escribo postales! Pero, sobre todo... porque me aterra pensar que si no escribiera exactamente en el momento en que he hecho tales descubrimientos, podrían perderse entre la grava y el brillo de aquellos ojos, expectantes al descubrir un cuento... no volvería nunca más.

@otropostdata