A Su Majestad el rey emérito Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias, en algún lugar de Abu Dabi.

Con el mayor respeto y mi más sincero afecto, me animo a escribir a Su Majestad tras haber leído estos días en la prensa que anda pensando volver porque «se aburre ya». No sabe cuánto lo entiendo. Yo que, aunque en clase económica, disfruto de viajar a lugares complejos, no sabe cómo me acaba saturando la falta de libertad que se respira en otras tierras; la de tomar un vino, la de votar, decir o discrepar y me chirrían aún más especialmente aquellas que ven a las mujeres como mera posesión de los hombres.

Entre tanto por España, supongo a Su Majestad al día de todo cuanto acontece, aunque quizá estas nuevas las reciba desde el prisma de la realeza que con demasiada frecuencia, me temo, dista de la realidad de los ciudadanos de a pie. Es muy duro ser ciudadano de a pie estos días. Y muy importante calzar sus zapatos. Ha muerto mucha gente y estas Navidades que ahora añora no serán unas fechas felices para muchos. La dramática crisis sanitaria y económica, el desempleo y el cierre de empresas pone contra las cuerdas a demasiados de los nuestros, así que son diarias, pero tristes, las noticias de desahucios o hasta de fallecidos por frío. ¿Se imagina, Su Majestad, lo que debe ser morir de frío?

Pero a pesar de estas tragedias, la razón para escribirle es otra que le atañe aún más directamente: la monarquía que dejó tan maltrecha, el seísmo que no cesa a pesar de la estrategia -poco importa si de la Corona sola o a pachas con el Gobierno- de que Su Majestad pusiera tierra de por medio.

Los españoles que somos como somos -tan libres, pero tan nuestros-, en cuanto no andamos enterrando algún pariente, o intentando que alguien nos atienda en la oficina del SEPE, ya debe suponer que andamos diciendo cómo se tendrían que hacer las cosas y en las cosas de Su Majestad todos tenemos una opinión -algunos hasta dos: la que los agasajadores y oportunistas públicamente manifiestan y la que callan- y le ruego me perdone, Su Majestad, pero entre tantos parados, enfermos y fallecidos, los titulares de escándalos del emérito, de cuentas y tarjetas quedan muy muy feos. No nos los merecemos, Su Majestad. No nos los merecemos.

Leí por ahí también que Su Majestad dijo que sería recordado entre los más jóvenes como 'el del maletín' y sé que lo lamenta sinceramente. Quizá es más grave, me temo que aún pueda pasar a los libros de historia junto a su nutrido árbol genealógico como 'el rey que se cargó la monarquía'. Y fíjese, Su Majestad, que el que yo sea o no monárquica no interesa en el asunto, que me considero una persona lo suficientemente razonable como para aceptar con agrado el deseo de la mayoría. Pero la elección es, como fue siempre, entre república o monarquía honrada, ¿verdad que coincide conmigo en esto? Huelga decir que la contribución de Su Majestad en la transición democrática es loable, pero también que jamás tuvo como precio una tarifa plana para delinquir en ninguna de sus formas. Poco importa adónde lleguen los resquicios legales o el arrojo por sacar todo lo que se esconde bajo las alfombras reales. Sus Majestades quizá están fuera de la ley -la que se suponía igual para todos-, pero nunca de la moral y ese juicio, no solo es probable que lo pierda, sino que arrastre consigo a aquella Corona 'inviolable', pero también 'símbolo de la unidad nacional'. La unidad ahí nos anda; a ratos más, a ratos menos, pero ¿el símbolo? Se nos está descuajaringando. Toda una vida preparando a su majestad Don Felipe para reinar, pero ¿alguien lo preparó para que el más grave de sus problemas viniera de quien debía ser su apoyo y su ejemplo?

No piense Su Majestad que escribo estas líneas para darle una real reprimenda. Nada más lejos de mi intención que no tengo la más mínima duda de que ya le cuesta conciliar el sueño. Esta misiva es para decirle que creo que la cosa aún tiene remedio. Que vuelva, Don Juan Carlos, que vuelva a casa por Navidad, pero no por aburrimiento, sino por arrepentimiento. Vuelva y devuelva absolutamente todo lo escondido aquí o allá que a alguien procurará abrigo. Y más que ofrecerse con letra pequeña a la Justicia, ¡inste a que esta cumpla con su deber! Sea el de demandar que se investigue esto y aquello -ya qué más dará-. Impresiónenos con los detalles de mujeres, cacerías y maletines. Con esa campechanía que le caracteriza y la Navidad que nos pone tiernos, diga algo del tipo: «Me he equivocado y de verdad de la buena que no volverá a ocurrir» y deje a los tertulianos boquiabiertos con el giro de los acontecimientos. Usted que padeció tanto el exilio como el tener un padre ausente, ¡vuelva a casa! Y todo el tiempo que le reste, sea padre, sea abuelo. Porque sospecho que este breve periodo fuera ya le ha dado para saber que no hay fortuna que valga lo que el amor y el respeto. Y caramba, Don Juan Carlos... Porque es lo correcto.