«Vila reduce la edificación en la montaña de Cas Mut, pero no la prohíbe». Leo el titular. Miro por la ventana. Vuelvo a leer el titular. Palabra por palabra. Concentración total. Mindfulness extremo. Vuelvo a mirar por la ventana. Cuento grúas. Una, dos, tres, cuatro, cinco... Y casoplones. Uno, dos, tres... Nueve... Quince... Pierdo la cuenta tratando de evitar la cicatriz de esas escaleras que ya querrían para sí Rocky Balboa y Joker y que contemplo todos los días con el mismo horror con el que lo haría James Stewart en una versión pitiusa de 'Vértigo'. Horror urbanístico y estético. Vuelvo al titular. «Vila reduce la edificación en la montaña de Cas Mut, pero no la prohíbe». Como si se pudiera construir mucho más en esa pobre colina sometida durante años a sesiones intensivas de acupuntura de cimientos que se han disparado en los últimos años. Recuerdo la pena que, de adolescente, me causaba mirar esa montaña arrasada por el fuego y la alegría de los primeros brotes verdes (literales, no metafóricos) de su recuperación. Ahora es inevitable volver a mirarla con tristeza. Y con rabia al descubrir que ha brotado una grúa. O dos. Así que sí, leo el titular —«Vila reduce...»— y la noticia entera. Y miro de nuevo por la ventana. A buenas horas, Cas Mut verde.