Creo que la última vez que nos reunimos toda aquella montaña ibicenca de primos y tíos fue un día que Santa Catalina cayó en domingo. Mi abuela gastó sus ahorros en invitarnos a comer porque estaba convencida de que ya no viviría para ver otra vez su santo en domingo. Ella era así: preciosa y aquel día —daba igual el pretexto macabro—, comimos, reímos, y viendo las fotos se nos nota en los mofletes que fuimos felices.

Ella era así —para fortuna nuestra— y cuando viví en Palma, por ejemplo, vino a visitarme un par de veces; una, que andaba sacándome la licencia de vuelo y se presentó mi abuela con mi madre y mis tías. Todas ellas, ¡en la escuela de aviación! Para darme una sorpresa, ¿sorpresa? ¡Un susto que me dieron! Pero, entre aquel ramillete de flores ibicencas, la que causaba siempre expectación donde quiera que iba, era aquella atractiva pagesa de curiosa vestimenta, negra de la cabeza a los pies; con su pañuelo bien atadito enmarcando una cara, más que blanca, translúcida y una trencita asomando por debajo de los flecos del mantón, ¡cómo iba a creer nadie que ella siempre vestía así! ¡Cómo no, cada vez que la descubría, correr a levantarla, darle vueltas y poner todas aquellas faldas del vestido a volar, hasta que me gritaba entre risas: "Em faràs pixar!" (¡Harás que me mee!)! Así que, por supuesto, todos querían fotografiarse junto a mi abuela, para poder mostrar con una imagen más que con mil palabras a otros —a otros fuera de Ibiza— que vaya que existía una mujer así.

Cargaba mi coche de todas aquellas señoras ibicencas y las llevaba, tira que tira, a lo más alto: al monasterio de Lluc. Y mi abuela, al encontrarse allí, lloraba porque ya nunca más podría volver. Con ella descubrí que hay otra emoción al ir a lugares. Yo, que solo conocía la de descubrirlos por primera vez y ahora sé que me aguarda, algún día, la de verlos sintiendo que es la última. Aún fuimos a Lluc dos 'últimas veces', y después, cuando iba a verla a Ibiza y la encontraba sentada en su esquina del sofá, me ponía a hacer manitas con aquellas manos que temblaban entre las mías, y le preguntaba cuándo volvía a Palma, que teníamos que volver a Lluc. Entonces, a saber si porque creía que sí o porque creía que no... pero lloraba otra vez.

Hace mucho que mi abuela ya no está, que paseo por su calle solo para mirar de reojo aquel cuarto sin ascensor; aquel mínimo balcón desde el que lanzábamos pompas de jabón de las de verdad: con Mistol y una cañita que alguna vez se usó para mantener la forma de un par de zapatos de Calzados La Balear y ahora servía tanto para sorber el Cola Cao como para ver que hay pompas que intentan alcanzar el sol.

Hace mucho que mi abuela andará allá donde le fuimos, sin saberlo, enviando pompas y daría ¡tantas cosas! porque tuviéramos, aunque fuera, otra última vez. Por que viera lo altos que están sus biznietos, por llevarla a Lluc, por hacerla volar.; por poder mostrárosla ¡o cómo podréis creer que existió una mujer así! Pero también os juro que, de poder, hoy, ahora, no iría a verla. Que dejaría que pase la Navidad sola antes de llenar aquel cuarto piso de tíos y primos. Ya nos encargaríamos de organizar videollamadas, de cantarle a turnos villancicos desde debajo del balcón, de llevarle táperes con salsa de Nadal y caldo de gallina. Porque ya habrá más navidades y si no, por lo menos, porque haya más días. Pero, ¿que esta fuera su última Navidad porque cualquiera de los que la queríamos confiamos a la buena suerte lo que le debíamos a la responsabilidad? No, sé que no. Y como todos, escucho a diario —ahora entre los villancicos que se escapan desde los escaparates de centros comerciales atestados—, que anda que no muere gente de gripe cada año. Y de cáncer. Y en accidentes de tráfico. Lo sé y es cierto: muere gente todos los días. Y dichosos aquellos a los que esa certeza les sirve para continuar sin despeinarse con su vida 'normal' y su batalla es la de 'salvar la Navidad'. Aún más dichosos si les alcanza el consuelo si la semana que viene descubren que, entre los miles de nuevos casos, entre los cientos de nuevos fallecidos —siempre un número en un gráfico del otro lado del televisor—, uno es su abuela, porque de que el cáncer acabe con ella, o se estrelle el coche en que viajan, quizá no pudieron protegerla, pero de la lotería negra del Covid, con lo poquito que nos queda ya para que podamos vacunarlos, sí.

Pero mi abuela ya no está. ¡A saber por qué, entonces, cada vez que ando esquivando centros comerciales y por entre las puertas se escapa el sonido en bucle de cascabeles y me alcanza la melodía de Mariah Carey, "All I want for Christmas is you" (todo lo que quiero para Navidad, es a ti), mi cabeza me devuelve a aquel monasterio, a aquel balcón, a aquellas manos, a sus lágrimas y a su risa! Y me ha dado por pensar que, no nos damos cuenta mientras están, pero te quiero, en realidad, debe querer decir: te quiero vivo, te quiero bien, te quiero siempre.

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