Para buena parte de la ciudadanía será el fin del mundo si no celebramos la Navidad como Dios manda: cuchipandas con los compañeros de trabajo, cenas con los amigos y, por supuesto, con las mesas y sobremesas del clan familiar. Al completo. ¡Faltaría más! Es lo que parece que hará una gran mayoría, a tenor de lo que estos días vemos en la calle, las habituales compras y los preparativos de todos los años. ¿Para qué será, si no, ese pavo que doña Eudivigis encarga en la pollería, advirtiendo de que no puede bajar de los 8 kilos? Digo yo que no será para 3 o 4 comensales. Acudirán al gaudeamus, por lo menos, 15 o 16. Y otro detalle que nos anuncia la que se avecina en febrero es la animación que volvemos a ver en las terrazas, grupos de 8 o 9 personas, departiendo festivamente. Sin mascarillas, por supuesto. ¿Cómo, si no, van a disfrutar de las patatas bravas y las cervezas? Está cantada la tercera oleada.

Ya pueden los virólogos y epidemiólogos, desde los periódicos, las televisiones y las emisoras de radio, pedirnos encarecidamente contención y sentido común. Ya pueden recordarnos que seguimos en una situación de altísimo riesgo. ¡Como si oyéramos llover! Se diría que, después de un año, nos hemos acostumbrado al carrusel de las estadísticas y con la misma tranquilidad que oímos y vemos al 'hombre del tiempo', seguimos la semanal contabilidad de contagios y fallecimientos.

Decimos que es un desastre, sí, pero seguimos igual. Pensamos que a nosotros no nos pasará y vamos cayendo. No sabemos cómo ha podido suceder, porque en las prevenciones hemos sido escrupulosamente trinitarios: manos, distancia y mascarilla. La verdad es que la causa ha sido una tontería, hemos tocado 'algo' y nos hemos llevado la mano a la nariz. Reconozcámoslo, jugamos con fuego y estamos pagando un altísimo precio. ¿De verdad será el apocalipsis si nos conformamos con una mini-Navidad? Yo creo que no. Mejor será que nos saltemos la de este año y podamos celebrar la del año que viene.