Es curioso cómo siempre había pensado que el dolor sería inolvidable. El dolor físico, quiero decir. Que el recuerdo de empujones, golpes, patadas o quemaduras sería una carga para toda la vida. Pero no. En absoluto. No es que lo haya olvidado, sino aún más serio: es que no lo recuerdo. Y, caramba, sí recuerdo pasarlas canutas por un dolor de muelas en Cuba o de oído en India ¡Vaya noches aquellas...! En cambio, de mi matrimonio, revivo las escenas, pero al dolor... estoy anestesiada. Al dolor físico, quiero decir ¡Porque rompería a llorar ahora mismo solo rememorando todo el resto! El frío del suelo, tiritando desnuda hecha un ovillo, con él vigilando, para volver a pegarme si cerraba los ojos. Si me dormía. La asfixia cuando me agarraba con todas sus fuerzas —él lo llamaba abrazo— y me atrapaba y le suplicaba que me dejara respirar. La vergüenza, cuando me arrastraba a gritos de puta de vuelta a casa cuando intentaba huir y nos cruzábamos algún vecino simulando que no nos había visto. Y la vergüenza de volvérmelo a encontrar en la escalera al día siguiente y saber que no nos saludaríamos nunca más. Duele mucho la vergüenza. Y la soledad. Una soledad tan grande que lo ocupaba todo. ¡Estaba tan, tan sola...! Y el terror. No terror al momento presente, sino al inminente. Cuando empezaba con aquel tic nervioso en la rodilla y ya, iba a llegar. Era inevitable: me iba a pegar, ¿por qué? ¿Acaso existe algún por qué? Por puta, por zorra, por guarra. Porque sabía que estaba deseando irme y mentir y mentir y jurarle que no. Pero, sobre todo... recuerdo el ruido. Tanto ruido... Puta, zorra, guarra. Mira cómo me estás poniendo, otra vez, mira lo que estás consiguiendo, otra vez, no vas a parar hasta que te mate, te voy a matar, vas a hacer que mate a tus hermanos, que queme la casa de tus padres con todos dentro, como vuelva a ver que te habla lo mato, no, si al final vas a conseguir que viole a nuestra hija, te voy a matar, te juro que te mato. Y el ruido de mi cabeza al estrellarse contra tantos sitios: contra el suelo, los muebles, las paredes. El golpe seco de una patada en la cabeza ¡tan hondo! Que es como si las patadas vinieran de dentro. Y protegerme la cara, como una imbécil, porque si no había sangre, si no me rompía, aún podía ir mañana al trabajo.

No puedo recordar —y lo he intentado— cómo acababa una paliza. ¿Había algún punto de decir ya está bien por hoy, puedes irte a la cama? ¿Algún pacto de por hoy te perdono la vida?

Ruido. Tanto ruido. Tanto que era lo peor de todo. No callaba, no había manera de apagarlo. Por eso, cuando se presentó al ensayo final de la obra de teatro, allí, a lo lejos, desde el escenario ya sabía sin ver su rodilla que el tic había empezado y a la salida me dijo que no volvía más y yo suplicaba que el teatro no, no, que por qué, si no hacía nada malo, si el estreno era mañana, si no podía dejarlos tirados —¿habría alguien en el mundo que necesitara más ser otra persona?—. Y su rodilla cada vez más deprisa y yo, entré mordiéndome las lágrimas para decir adiós. Qué curioso cómo recuerdo, nítida y claramente aquella pena... Pero aunque hice lo que me dijo, empezó a pegarme fuera del teatro y a empujones me llevó a un descampado y, cuando ya estaba hecha un ovillo, bajo un árbol, empezó a tirarme piedras. Puta, zorra, guarra. Y no sé cómo, porque no me imagino levantándome, llegamos a casa, pero yo ya no podía más. Ya no podía más. Y vas a hacer que mate a todos esos. Y te quieren follar. Y como vuelvas a ver a alguno, los mato. Por tu culpa —¡Ay, la culpa...! —. Te voy a matar, te juro que te mato... Y solo dije mátame. No fue una provocación, que fue rendirme del todo. Si total, yo ya había intentado matarme. Si total, ya estaba muerta. Solo dije mátame, si los dos sabemos que lo vas a acabar haciendo ¡y ahí sí se calló un momento...! Y después, me lanzó desde el tejado de nuestra casa.

Pero no me dio la gana que esa fuera mi historia sino la de todo lo que vino luego. Las mil piezas de este rompecabezas se llenaron de otros sonidos: los conciertos de jazz en La Habana, el tráfico en Delhi, los venga va, vamos a bailar, los me gustan tus cejas, cuánto te quiero, los no tardes, por favor, escribe cuando llegues a casa, los te espero, te acompaño, la megafonía del aeropuerto anunciando el embarque de tu vuelo, la voz diciendo mamá ¡y abuela! Los una más y nos vamos, los aplausos al terminar la función, el otra otra de cada concierto, el rascar del disco de vinilo, los grupos de whatsapp que te proponen un plan para el domingo y yo saco las entradas, vale, los eres la peor contando chistes, los yo te ayudo, los perdón, lo siento y gracias, los besos que, más que besos, son respirarse el uno al otro, el llorar haciendo el amor y cuando preguntan contestar: es que soy muy feliz. Y, sin embargo... ¿cómo explicarlo? A veces, un abrazo —¡de esos que os juro, son abrazo!— me devuelve a otro lugar lejano, sombrío y lleno de ruido. Tanto, tanto ruido.

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