A principio de semana, mi cerebro se formatea en esa cosa que escribe estos artículos que el lector tiene entre las manos. No tengo muy claro de dónde vienen ni si alguna vez van a algún sitio, pero muchas veces, me basta con elevar un poco la cabeza y una idea, una imagen clara de lo que tengo/quiero escribir, llega. En este caso arrancaba con una añoranza nítida: la de tomarme un café en alguno de mis bares favoritos en Ibiza, frente al mar. Ese ritual de pedir 'un café y el diario' y sentarme ante un ventanal que mostrará ahora un mar despeinado con el cielo gris plomizo y la arena llenándose de la hojarasca de posidonia. Así es el otoño ibicenco. Sin embargo, me interrumpió la noticia maldita —publicada en la cuenta de Twitter del Sindicat de Periodistes de les Illes Balears—, de que el lunes empezará la negociación de un ERE en este Diario de Ibiza que afectará a un 30% de su plantilla y, sucedió entonces que, aquellos elementos de la imagen de mi cerebro formateado, eran los mismos, pero el protagonista de la historia era otro. Ya no era el mar imponente, sino aquel pequeño diario compañero sobre la mesa.

La primera vez que publiqué algo firmado en las páginas de este diario, muchos de los que ahora me leen, ni siquiera habían nacido. Fue —y esto no lo saben ni mis actuales colegas— cuando gané un concurso de cómics con 12 años y se fueron publicando a modo de entregas por fascículos. Aún conservo la primera página en ese color amarillo de los periódicos añejos de 'El gran Mariano', las aventuras de un árbitro de fútbol y que fueron mi primera y única incursión como artista gráfico, no se preocupen. Después, cuando gané algún concurso local de poesía o redacción —siempre fui muy de palabras—, o en los estrenos de alguna obra de teatro —lo sé, lo sé: he tocado muchos palos—.

Acontecimientos que no serían noticiables jamás, más allá de las paredes de esta preciosa isla que, como su Diario de Ibiza, compartimos. Las noticias nacionales se mezclan con las locales: unas hay que saberlas; las otras, queremos conocerlas. Qué maravilla. Guardo alguno de esos ejemplares con el mismo mimo que los que publicaron las esquelas de mi abuela, de mi padre. Pedazos de papel imprescindibles en los álbumes en blanco y negro de eso que es mi vida.

Poco puedo añadir que no sepan ya: corren malos tiempos para todos y donde escribo 'Diario de Ibiza', pongan el nombre de cualquier otro. Es más: la desgracia de un tercio de esta plantilla es extensible a demasiados otros sectores y este derrumbe, si bien me entristece, no es una sorpresa, sino el peligroso paso siguiente de un ERTE a un ERE en una prensa profundamente debilitada por la caída de las ventas y de la publicidad. Pero no, ni uno solo de estos despedidos valdrá más que un despedido en una fábrica o una cafetería, que nadie lo dude. Mi reflexión es cómo podrá sobrevivir el periodismo sin periodistas. Cómo podrán hacer dos el trabajo abrumador que ahora hacen tres y, entendiendo perfectamente los motivos, si esta decisión no nos acercará un paso más al irreversible camino de un cierre. Porque el cierre de un periódico es siempre un asunto muy serio, pero si, como en este caso, es local, las dimensiones para la comunidad que representa, son incalculables. Más allá del romanticismo nostálgico de no ser capaz de desasociar en mi recuerdo un café del diario, no hay nada que pueda sustituir la información cercana. Estas decenas de personas que firman con nombre y apellidos y a los que se han cruzado tantas veces armados de un bloc de notas o una cámara en cualquier acontecimiento de la isla son los relatores más exactos de la historia de nuestras vidas.

A saber qué pasará con la prensa en el futuro. Si esta metamorfosis llevará a que, finalmente, la versión digital tenga que ser bajo suscripción —aquí Diario de Ibiza es de los pocos que aún mantienen todo el contenido en abierto—, si el papel resistirá o no. Pero lo verdaderamente importante es que el periodismo local sí siga existiendo. Por favor, no permitan que se extinga. Que no se lo lleve por delante la avalancha de titulares fugaces, los propagadores de rumores y mentiras disfrazadas de noticia, porque no, no son lo mismo y no debemos subestimar el peligro que la desinformación puede llegar a causar.

Por la pequeñita parte que me toca, al Diario de Ibiza y todos y cada uno de los que allí trabajan, solo puedo darles las gracias por permitirme que esta fuera, un poco, mi casa y desearles a todos todo lo mejor. Y al lector sí, pedirle un favor muy grande: observar de nuevo estas páginas, pero prestando ahora atención en esa larga lista de nombres; de quienes firman artículos, las fotografías, quienes maquetan. Todos los que trabajan para que este periódico haya acabado en sus manos y si, quizá, está en una cafetería —ojalá estuviera yo allí, justo debajo de aquel ventanal—, por ejemplo, con un café y el diario, que brinde por todos ellos. Los echaremos a faltar.

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