Antes de que mi ex fuera mi ex, es decir, antes de que nos dejáramos oficialmente, hicimos lo que procedía, que es dejarnos muchas veces. Bueno, tampoco voy a quitarle mérito en el asunto: más bien me dejaba él. Me dejaba, volvía, volvía a dejarme, volvía a volver... hasta que mucho antes que el amor, lo que se agotó fue la paciencia. Pero otro de los grandes méritos que es de justicia reconocerle era que, tras romper —una y otra vez— la relación, venía con ahínco y planes a tratar de recomponerla. Uno de los más ingeniosos fue el de hacer terapia de pareja. Así que, como si fuéramos personajes de una peli cualquiera de Woody Allen, allá que íbamos, como vivíamos: por separado. Yo enfurruñada, que no tenía tiempo para gilipolleces y él, enfadado con el mundo, y sobre todo, conmigo. Del otro lado de la mesa, el psicólogo se iba empujando cigarrillos y se reía sin disimulo de ese par de imbéciles, versado como estaba en nicotina y parejas de futuros ex.

Ya he hecho espóiler del final de aquella historia, así que no, la que traigo aquí no es esa exactamente, sino a la que, apuesto, Woody Allen dedicaría más metraje: la de mi sufrimiento. Pasaron los meses y yo seguía ocupadísima, pero se fueron asentando como compañeras de vida dos actitudes francamente incómodas: me invadía una tristeza pesada y gris como una roca, pero en seco. Me explico: que me moría de ganas de llorar, pero ni con cebolla. Y en paralelo, un llanto incontrolado sin venir a cuento. Que me acercaba a un semáforo en ámbar y uy, casi, pero se ponía en rojo y rompía a llorar que alguno de los coches de al lado abría la ventanilla solo para decir: «Tranquila, mujer, ya verás como en nada se pone verde». Me sentía ¡tan inútil! Con tan poco control sobre mi vida, que siquiera en cositas simples como que la tristeza y el llanto fueran a una, lo conseguía.

Y una de aquellas mañanas preciosas hasta decir basta, qué sé yo ¡igual de un viernes de primavera! Mientras iba camino a la oficina y debí encontrarme un billete, o alguien debió regalarme una flor o un piropo, empecé a llorar. Y llorar. Y llorar ¡y así no se puede vivir, caramba! Así que en lugar de a la oficina, furiosa con el mundo, con los hombres y sobre todo con mi ex, di un trompo al coche y me planté en la puerta del terapeuta, al que hacía cuanto mínimo cómplice de todo aquel destrozo. El desgraciado, sosteniendo un cigarro con una sonrisa de medio lado me preguntó cuánto llevaba llorando. «No sé, ¿tres meses, 14 días y 17 horas?» Y preguntó si tenía pensado hacer algo para resolver lo que me tenía llorando a lo que yo puse un grito en el cielo: «¿Te refieres a hablar con él? ¡Ni loca!» Y ahí, su risa se tornó maléfica mientras decía: «Pues te jodes. El proceso del duelo son 3 años, así que nada, te quedan 2 años y 9 meses de llorar. Hasta luego».

Y aunque mi ex volvió, vaya que volvió, a mí me pilló ya totalmente convencida de que prefería paz en 3 años a aquella vida de apasionada incertidumbre. Así que este es el último de los muchos méritos que de justicia le reconozco al guapo de mi ex: aprendí a tener paciencia. Y no, no va de desarrollar la capacidad de esperar, sino de aprender a vivir haciendo otras cosas mientras esperas; y de aprender a caer de pie, y también, de respetar que hay cosas —y personas— que tienen sus propios tiempos. Y de todo ese conjunto, me da la sensación que andamos escasos estos tiempos. Nos sobran los ejemplos en la manera en que individual y colectivamente se ha manejado esta pandemia. Recapitulemos: esto se acabará cuando tengamos una vacuna, no solo desarrollada, sino al alcance de todo el mundo. O cuando haya suficiente inmunidad de grupo. Pues ambas conllevan tiempo y en este tiempo, el riesgo de que quede demasiada gente en el camino. Así que, a falta de otras soluciones mágicas, no nos queda otra que tratar de prevenir el contagio, para nosotros o para otros. Y esperar. Pero los mensajes fueron otros: «Salimos más fuertes», ¡hasta «Salimos mejores»! Y los ciudadanos que aguantaron la espera del encierro ¡con aplausos! Ahora están rabiosos al darse cuenta de la estafa, y para calmarlos, ¿el mensaje es 'Vacuna para final de año'? ¿'Un último sacrificio ahora para estar libres en Navidad'? Es como si al niño que llora en la caja del súper porque quiere una chuche, le dices: «El próximo día te la compro». Pero no. Ese siguiente día lo tienes gritando y pataleando porque es que se lo prometiste. Con lo fácil que sería que desde el ministerio de psicoterapia apareciera un tipo a decirnos: «¿Habéis guardado las distancias? Pues os jodéis. Calculo que tendremos vacuna de aquí a 3 años». Y oigan, que si luego llega antes, seguro que nadie se queja —bueno, todos conocemos algún imbécil que se queja hasta de los viernes soleados de primavera—, pero así todos tendríamos la oportunidad de sentir, en lugar de la frustración de las promesas incumplidas, la gozosa maravilla de que lo que toca... es paciencia.

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