Eduardo Galeano escribió una frase que define con maestría la caprichosa tendencia del tiempo a repetirse. Dice: «La historia es un profeta con la mirada vuelta hacia atrás: por lo que fue, y contra lo que fue, anuncia lo que será». La cita me trae a la memoria los primeros tiempos de las discotecas pitiusas, su evolución y cómo aquellas experiencias se relacionan con el presente.

Durante la dictadura, las salas de fiestas estaban catalogadas como industrias «molestas, insalubres, nocivas y peligrosas». Una tarjeta de presentación que ya nos etiquetaba como actividades bajo sospecha. Nuestra mera existencia era potencialmente subversiva contra el poder político, molesta porque la música despierta conciencias y peligrosa porque la noche no trae nada bueno, salvo sombras y clandestinidad.

En los años sesenta, el turismo llegó a Ibiza y trajo consigo unos aires de libertad que revolucionaron a los jóvenes pitiusos. Las nuevas generaciones descubrieron el ambiente distendido de los hippies, con su música y un comportamiento social en las antípodas del rigor de nuestras costumbres ancestrales.

El corporativismo propio de los dictadores, al igual que el nacionalismo extremo, constituye la seña de identidad del fascismo xenófobo. Y aquella Ibiza ansiosa por abrirse al mundo chocaba de lleno con el totalitarismo excluyente en el que nos veíamos inmersos. Era una fórmula de religión política única, que utilizaba como arma la represión y el aplastamiento de libertades a través de un poder piramidal que desde la cúspide descendía imparablemente hasta la base, que era la ciudadanía.

En los últimos años de la dictadura, las salas ibicencas seguíamos afrontando un presente oscuro, con graves dificultades, al tiempo que cada día adquiríamos mayor relevancia. Censura y política iban de la mano y colisionaban con la atmósfera existencialista de los turistas y los ecos que, a través de ellos, nos llegaban del festival de Woodstock (Estados Unidos, 1969), en el participaron aristas extraordinarios y donde ondearon las banderas de los movimientos pacifistas, feministas y de libertad sexual.

Aquella música revolucionaria, aunque prohibida, acabó sonando en las salas de fiestas ibicencas y con ella irrumpió la temida represión. Entonces, yo regentaba la sala de fiestas 'Playboy Capri', en Sant Antoni. Fuimos los primeros en pinchar discos para bailar, que alternábamos con música en vivo. Al 'Capri' original también le añadimos la palabra 'PlayBoy', un concepto transgresor que aludía a esas revistas eróticas, pecaminosas y prohibidas. Aún conservo un acta de aprehensión de 1973, firmada por un inspector de Hacienda, en la que se me acusaba de contrabandista. Mi pecado, estar en posesión de 500 discos extranjeros. La colección quedó secuestrada, aboné la multa correspondiente y al poco tiempo Hacienda anunció la subasta de todo lo incautado. Allí pujé y volví a pagar por ellos, con la diferencia de que ahora eran legales y, como en el lote no se indicaban los títulos, el documento de la subasta me permitió seguir comprando música de contrabando, cuidando siempre de no tener en el local más de 500 discos.

Con la transición, la música adquirió un nuevo statu quo y de la prohibición pasamos a la tolerancia. Surgió la necesidad de defender nuestros derechos e intereses, y creamos la Asociación de Salas de Fiestas de Ibiza y Formentera. Todas abonábamos tres tipos impositivos: usos y consumos en el Ayuntamiento, el impuesto de menores que se pactaba entre los empresarios y la inspección del Tribunal Tutelar de Menores y la Sociedad General de Autores, que nos obligaba a rellenar un formulario por triplicado, con el título de los treinta temas musicales que habían sonado durante el mes. Era un fraude a los artistas, ya que treinta temas podían sonar en una sola hora.

Con la democracia, dejaron de calificarnos como industrias «molestas, insalubres, nocivas y peligrosas» y ya se nos enmarcó en actividades recreativas: salas de fiestas, discotecas, salas de baile, café-concierto... Se alcanzó un equilibrio en el que todos sabíamos lo que podíamos hacer según nuestra licencia.

En 2012, tras décadas de equilibrio normativo, la balanza volvió a romperse con la ley turística balear. Estas nuevas reglas del juego, que a priori parecían inocuas, contenían, sin embargo, un caballo de Troya que ejerció como ariete para reventar el ocio pitiuso legalmente establecido y con licencia. Dicha normativa trajo las actividades turísticas complementarias, cajón de sastre para la colección de tropelías que después se han producido. Añadió, asimismo, los clubes de playa a los epígrafes de actividades recreativas, y todos hemos visto como han acabado actuando pese a que no pueden utilizar la música como actividad principal pues no están regulados. Sumados a los festivales al aire libre en hoteles, que empezaron un año antes, a las salas de fiestas legalmente establecidas nos acabaron dando más palos que a Don Quijote. ¿Los parlamentarios que apoyaron esta ley se daban cuenta de lo que hacían? ¿Actuaron de buena fe? ¿No fueron capaces de intuir la calamidad en la que ahora nos vemos inmersos?

Así, alcanzamos un presente donde, tras nueve años en los que el Consell Insular ha hecho dejación de funciones evitando su obligación de regular esta oferta de ocio ilegal, vivimos inmersos en el un caos y la anarquía normativa. Imperan los agravios comparativos y la sobredosis musical en las playas, provocando un tremendo malestar entre la ciudadanía y una catarata de conflictos en el propio sector. Clubes de playa y hoteles discoteca carecen de horarios, aforos y normas que los regulen, y se amparan en la consideración de actividades complementarias cuando son claramente principales. Y para defender esta estafa, despliegan un corporativismo despiadado y rotundo, que recuerda al que se ejercía en otros tiempos, con otros regímenes.

Como decíamos al principio, el tiempo es circular y hoy cabe peguntarse si parte de la actual industria del ocio, esa que opera sin derecho ni licencia, debería de volver a ser calificada con los epítetos peyorativo del franquismo. Ahora, al menos, sería merecido.