En el ocaso de su vejez, el gran compositor de ópera Giuseppe Verdi permaneció recluido en su casa, tratando de recuperarse de una embolia. Debido a la gravedad de su enfermedad y a su sensible oído de composición musical, los milaneses hicieron un gran esfuerzo para que el ruido de la calle no le supusiera un sufrimiento añadido. La Vía Manzoni, donde vivía, era una calle adoquinada por la que transitaban los carruajes que iban y venían de los Navigli. Estos canales navegables, alimentados por el río Tesino y mejorados por Leonardo Da Vinci, fueron la principal entrada de mercancías a la ciudad hasta la llegada del ferrocarril.

Para que el traqueteo de las llantas de carros y calesas no molestara a Don Giuseppe, los milaneses cubrían la calle con montones de paja logrando amortiguar el ruido. El genio murió el 27 de enero de 1901 envuelto en silencio. Su cuerpo fue trasladado a la Casa Verdi, donde Arturo Toscanini dirigió a 820 cantantes que interpretaron ' Va pensiero', el coro de los esclavos de la ópera Nabucco. Asistieron 300.000 personas y su entierro causó una honda conmoción a una metrópoli capaz de apagar el ruido en los últimos días del maestro y, tras el fatídico desenlace, celebrar su vida con la música que él había creado.

Hay, sin embargo, distintas formas de afrontar el ruido. En el caso de Verdi encontramos un significativo ejemplo de equilibrio, convivencia y respeto; cada cosa en su momento y lugar. Pero no siempre ocurre así. Séneca, el filósofo romano (siglo IV a.C.), sufrió en sus propias carnes las consecuencias del ruido e incluso le dedicó una de sus cartas a Lucilio. En la colonia griega de Síbaris, tierra de los sibaritas, los oficios estridentes y la crianza de gallos se consideraban molestos. Estas desmesuras, denominadas hybris, alteraban la armonía de la polis y eran castigadas y penalizadas por los dioses, tal y como le ocurrió a Prometeo, al traer el fuego a los hombres y transgredir los límites impuestos por estas deidades. Séneca, sin embargo, residía en Nápoles, una ciudad altamente bulliciosa y completamente alejada de los principios de Síbaris. La casa del filósofo se situaba sobre unas termas, cuyos bañistas, lejos de relajarse tomando las aguas, discutían de política y asuntos mundanos a grito pelado y hasta se tiraban en bomba.

Séneca describe con fina ironía el vasto inventario de ruidos que subían de las termas y decide afrontar el estrépito a la manera de los estoicos, que hacían ejercicios espirituales para ponerse a prueba, fortalecer la tolerancia y no dejarse gobernar por las bajas pasiones. Séneca, en definitiva, se impuso el reto de avanzar en sus disquisiciones filosóficas en medio de todo aquel alborozo y chapoteo. Pero, al final, el estruendo pudo más que su capacidad de sacrificio y acabó sucumbiendo a la tentación de ponerse tapones en los oídos.

Al igual que Séneca, a los ibicencos no nos ha quedado más remedio que ser estoicos. La música ha sido un elemento esencial en el desarrollo turístico y un valor que ha atraído a miles de personas a la isla durante varias generaciones. Los aires de libertad llegaron a la isla en plena dictadura con los hippies y la música revolucionaria que traían consigo. Aún recuerdo cuando los discos de música extranjera estaban prohibidos y en las salas de fiestas hacíamos peripecias y hasta contrabando para conseguir las canciones que triunfaban en Europa y América: The Beatles, Janis Joplin, David Bowie, Led Zeppelin... Aquellas primeras salas de fiestas evolucionaron a discotecas en forma de jardines descubiertos y, cuando el ruido comenzó a ser excesivo, se cubrieron. Fue una transición fundamental en la historia musical de la isla, que culminó con la irrupción de la música electrónica y la creación de una industria global que situó a Ibiza en el epicentro del mundo. Aunque de vez en cuando hubiera que ajustar algún problema de convivencia, existía un equilibrio notable entre el dónde y el cuándo se producía música.

Somos muchos, sin embargo, los que lamentamos que en estos últimos años el ruido se haya expandido sin control, especialmente por la costa pero también en el interior, adueñándose de paisajes antes apacibles. Esta desmesura la comenzaron nuevos locales de ocio diurno, operando en la ilegalidad o como mínimo en la alegalidad, y se ha expandido también a través de villas que se transforman en discotecas y barcos que convocan fiestas multitudinarias. En mu-chas playas escuchar el ruido del mar se ha vuelto una odisea. La presión sobre el territorio es tal que la música ha acabado creando rechazo y convirtiéndose en un elemento de confrontación. Eso, para quienes amamos a la música casi por encima de todas las cosas, representa una catástrofe.

En este presente tan inquietante, en el que Ibiza vuelve a la casilla de salida mientras la pandemia siembre el futuro de incertidumbre, me viene a la memoria el ' Non, je ne regrette rien' de Edit Piaf que, hablando con ella misma, cantaba así: «No me arrepiento de nada, ni del bien que me han hecho, ni del mal; todo me da igual. Barrer los errores, barrerlos para siempre y todos empezamos desde cero».

Tal vez Ibiza también merezca olvidar el pasado por un instante y empezar de cero. Recuperar sus valores, su paisaje y su convivencia. Suscribo aquellas palabras de Nietzsche, que una vez escribió que «la vida sin música es sencillamente un error, una fatiga, un exilio». La música es demasiado valiosa para ser sometida a este proceso de decadencia, a esta progresiva transformación en ruido, a ser utilizada como un arma arrojadiza que somete a los ibicencos y les condena a un estoicismo involuntario que ni han pedido ni merecen.