Un final típico de las películas -las que no acaban con besos, quiero decir- incluye la escena de alguien a punto de morir y, otro -el que le ha disparado, por ejemplo-, le pregunta con voz grave: «¿Por qué lo hiciste, Johnny?». Y Johnny, en las últimas, pero lo explica. Ya después, su cabeza cae hacia un lado, sus ojos se cierran y un hilo de sangre baja por la comisura del villano -pero honesto- dibujando su punto y final. A saber si por eso, por la infinidad de películas que llevo en el cuerpo, me cuesta tanto no conocer la verdad de otros desenlaces. Las largas sentencias que seguimos en televisión -Twitter se llena de abogados penalistas, árbitros de fútbol y expertos en pandemias, según la necesidad del momento- acaban siempre con las mismas dos versiones del principio: Se declara culpable y condena a fulanito que insiste en que él no fue, él no lo dijo y los motivos del crimen, el paradero del cuerpo o dónde está oculto a plazo fijo el botín, nunca los confiesa. Nunca nunca sabemos la verdad.

Y en la política, ¿qué decir de los políticos que no sepamos ya? El «no importa que lo que diga sea verdad o mentira, si mucha gente lo cree»; el «miente que algo queda» ¡es tan habitual! Que tenemos normalizado que los políticos, total, mienten y roban, pero ya puestos, mejor que los ladrones embusteros sean los nuestros en lugar de la oposición.

Buena parte del mérito corresponde a Joseph Goebbels, el influencer ministro de propaganda de Adolf Hitler, que elevó la mentira a la categoría de arte en su estrategia política acuñada por el mismísimo Tercer Reich como 'la Gran Mentira', justificando el exterminio judío -y de homosexuales, comunistas y gitanos- ante el pueblo alemán y buena parte de la comunidad internacional, como un acto ineludible de 'legítima defensa'. Para Goebbels, la mentira iba más allá del cristal rosa del bien y el mal y era una herramienta incalculable si se utilizaba con planificación y reiteración. A él se le atribuye la frase tan repetida como escenificada descaradamente por algunos de nuestros extremos políticos: «Una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad».

En cambio, ¿recuerdan a Ryutaro Nonomura? Era aquel político japonés cuya comparecencia ante la prensa dio la vuelta al mundo cuando rompió a llorar, ¡humillado! al descubrirse que había malversado 3 millones de yenes (unos 20.000 euros) en 195 viajes cuyos gastos no pudo justificar. Por descontado, dimitió y devolvió todo lo robado y yo ¡lloraría con él! No por empatía, qué va, sino por una insana envidia al comprobar que en algún lugar sí existe ese tacaño concepto de 'honor a la verdad'. Porque aquí nuestros políticos juran o prometen «por su conciencia y honor cumplir fielmente las obligaciones del cargo» y hasta «lealtad al Rey», pero ¿decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad? ¡En absoluto! O no prometer lo que no van a cumplir. O no defender, dado el caso, a compañeros indefendibles. O no difamar, descalificar, desprestigiar, vilipendiar a la oposición con acusaciones que no se ajustan a la realidad. Quizá haría falta en ese juramento o promesa más letra pequeña del tipo, no sé, ¿»Mentir al pueblo está mal»? Porque confiarlo todo a 'su conciencia y honor' está resultando -a las pruebas me remito- claramente insuficiente. La misma Constitución ampara su derecho a «no declarar contra sí mismos y a no confesarse culpables». Pero ojo, que el lector no se relaje, que esto solo es válido para imputados, investigados y acusados en un proceso. Si como testigo «faltares a la verdad en causa judicial o criminal», serías castigado con penas de prisión de seis meses a tres años y multa de tres a doce meses. He aquí la tremenda importancia de llamarse Mariano en lugar de Johnny o Ryutaro€

Cuenta una leyenda que andaba la verdad tranquilamente en sus labores cuando llamaron a la puerta. Era la mentira. «Buenos días», dijo la mentira. «Buenos días», contestó la verdad aún quitándose el delantal. «Hace una hermosa mañana», dijo la mentira. Algo desconfiada de otras ocasiones, la verdad se asomó antes de comprobar que era cierto. «Sí que es hermosa, sí», respondió. «Había pensado que podríamos ir hasta el lago», invitó la mentira y por no pecar de intransigente la verdad, aceptó. Ya allí, la mentira tocó el agua para decir «¡Está buenísima, bañémonos!». Y la verdad aún con la mosca detrás de la oreja, metió un pie en el agua y, por Dios, que la mentira tenía razón. Ambas se desnudaron entonces y se lanzaron en voltereta al lago y jugaron a hacerse ahogadillas como si no hubiera un mañana. Sucedió entonces que, sin mediar palabra, la mentira salió, se vistió con las ropas de la verdad y desapareció. La verdad, incapaz de vestirse con las ropas de la mentira, tomó el camino de vuelta cabizbaja y con el culo al aire y los aldeanos se horrorizaron al verla. Cuentan que aún ahora, hay quien prefiere una mentira disfrazada de verdad, que una verdad al desnudo.

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