Allá por 1991 las páginas de este periódico narraban en un artículo: «El día 8 de agosto de 1235 Ibiza queda incorporada al mundo occidental; Las tropas cristianas mandadas por Guillem de Montgrí aniquilaron las defensas moriscas y conquistaron la Ciudad y el Castillo». Una noticia de lo más formal que no habría transcendido en nuestra pequeña familia de no ser por la fotografía que la acompañaba: cazada a traición y a buen tamaño, un primer plano de mi preciosa abuela Catalina, berenant una coca de pebrera (merendando una coca de pimientos para los lectores 'murcianos' como yo). A su lado, con su pícara y característica sonrisa de medio lao, mi padrino, Pepelu. La instantánea, un claro caso de 'robado' veraniego, estaba tomada en alguna de las berenades de San Ciriaco, las meriendas populares de Puig des Molins con las que los ibicencos celebran este 8 de agosto el día de su patrón. Santa hemeroteca, cada año por estas fechas alguno de los primos se encarga de recordarla reenviándonos el artículo y, creedme que cada año, ignorando totalmente el tema de los moriscos que nos retenían lejos del mundo occidental, retomamos a nuestra manera las conjeturas y los chistes sobre el supuesto bando al que debían pertenecer estos dos golosos.

Más allá del rigor histórico que se le pueda atribuir a muchas de las publicaciones en las que se narra que la conquista fue posible por un lío de faldas al más puro estilo Mil y una noches -un hermano del sultán despechado porque el muy truhán se beneficiaba a una de sus mujeres, como si no tuviera ya bastante con las que coleccionaba en su harén, desveló una entrada secreta a los interiores de la fortaleza ibicenca para que la isla le fuera arrebatada como la más terrible de las venganzas-, entre todo este culebrón se repite con frecuencia una frase que me encanta: «El 8 de agosto de 1235, las tropas aragonesas conquistaron Ibiza tras más de tres siglos de invasión árabe». Nada de «Invadieron Ibiza conquistada 300 años atrás por los árabes», qué va. Así que ya saben, cuando dude el lector entre si alguien conquista o invade, el de piel más clarita suele ser el conquistador.

Pero, con permiso de todos los aragoneses de entonces y de ahora, tengo uno favorito, que es Pepelu. A saber dónde andaría yo por 1235, pero lo que es en los 80, pertenecía al otro extremo de la isla: al campo sanantoniense y Puig des Molins me quedaba francamente lejos salvo cuando mi padrino aparecía de la nada para secuestrarme e incluirme por unos días en su harén particular y yo, lejos de resistirme, daba brincos de alegría. Aquella berenada ya estaba bien repleta de tradiciones: los bocadillos compartidos, lanzarse al mar desde las rocas, acabar en una batalla de sandía, y luego había otras que no tengo tan claro si eran comunes o más bien nuestras, como atravesar a la vuelta el túnel del camino de Ramon Muntaner gritando de principio a fin. Daba igual por qué lo hiciéramos, se lo aconsejo a todo el mundo: al menos un día al año, ¡griten! ¡griten todo lo que den sí los pulmones! Y ya ducharnos para quitarnos toda la sal y los últimos pringues de sandía para ponernos bien guapos e ir a ver los fuegos artificiales. Tengo que confesar a los foráneos que entre Ibiza y San Antonio siempre hubo cierto pique por los fuegos y nunca jamás podríamos reconocer en voz alta que los del otro lado nos habían gustado más. Con un 'han estado bien' ya cumplías y te asegurabas de que te volvieran a invitar. A Pepelu le gustaba ir a verlos desde Talamanca y allá que nos íbamos con aquel coche repleto de mujeres aunque eso era en otros tiempos previos al botellón. Últimamente nos conformamos con encontrar un buen lugar en el que sentarnos en el puerto con los pies colgando en algún embarcadero que ves los fuegos dos veces y luego rematar la noche con un helado en Los Valencianos, por ejemplo. Ya os advierto que no se puede en modo alguno ver los fuegos artificiales iluminando de rojo y azul, y verde y amarillo la fortaleza de Dalt Vila con los pies sobre el agua y no volver otro agosto a repetirlo. ¡No importa la edad que tengas! Que allí he llegado a ver, con los rostros iluminados, a niños de ochenta años.

Pero ahora que el último invasor de turno ha resultado ser un virus espantoso venido a apropiarse de todo lo que para bien o para mal habíamos conquistado, se cancelan, como tantas cosas, la merienda y los fuegos. No los sustituyen, pero llenan la agenda de fiestas, conciertos locales con aforo limitado. El alcalde, Rafa Ruiz, las presentaba: «No hace falta decir que es un año extraño, difícil e incluso triste» y anunciaba que el consistorio había preparado «unas fiestas más pequeñas, pero con un gran carga simbólica». Le doy toda la razón. Nos ha quedado un año de esos de desempolvar recuerdos y verlos como el tesoro que son. Por eso, por si a alguno le hiciera falta, quería traerle el de mi preciosa abuela Catalina, berenant una coca de pebrera, tal día como hoy.

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